3 de febrero de 2017

CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

CRÓNICAS DEL PAGO CHICO. En el zaguán y a media luz

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¿Dónde quedaron las historias de amor? Lo que el viento se llevó era el título de una película que fue el paradigma de dos generaciones de vecinos criados bajo un dogma supremo y falso: que el amor pasaba una sola vez en la vida. Con los  años que el viento se llevaría fue ese sofisma que convirtió a las esposas en mujeres casadas con maridos que no les darían un solo instante de felicidad, razón por la cual alguna vez Gabriel García Márquez ensayó la teoría de que las mujeres más felices eran las viudas. Sin embargo, en contraposición al vacío de la posmodernidad, basta mirar hacia atrás para descubrir que cada barrio de la aldea esconde una historia de amor. 

El Tandil de mediados del siglo pasado, desde las primeras décadas hasta los 80, la transición mobiliaria amorosa para el arte de la seducción empezó en el balcón (al cual se asomaban las mujeres cuando el pretendiente le daba la consabida serenata) y siguió en el zaguán, el cual funcionó como preludio del romance. El zaguán, con el correr de las décadas, habrá de sucumbir ante el cambio en las formas de construcción de las casas y el relajo de algunas rígidas costumbres entroncadas en la sustancia misma del patriarcado. Como bien recordarán los memoriosos, antes de conocer al patriarca de la familia -la venerable figura del padre, símbolo del poder fáctico hogareño hasta finales de los cincuenta-, el aspirante debía acotar esos tiempos sociales en la sala de espera del zaguán, que de noche adquiría la pertinente intimidad de un escondite. Ese rectángulo de techo alto y penumbra cómplice, funcionó durante años como instancia intermedia entre el novio y la familia de la novia, pero si se lo recuerda con nostalgia de identidad barrial es porque en su opacidad el zaguán se transformó en territorio deliberado para el escarceo amoroso que impone su tradición de leyenda: así, se presumía en esas épocas que no había romance que mereciera serlo si no atravesaba las ardorosas peripecias del zaguán.

La historia que suele invocarse en el barrio de Centenario y Constitución (el barrio de los Equiza, los Centineo, los Talamona y tantos más) refiere a un romance contrariado justamente en un lugar donde los zaguanes -hijos dilectos de las "casas chorizos"- eran mayoría en la cuadra. En una de esas viviendas de puertas de madera, largos pasillos, amplias galerías, patios con aljibe, cocinas espaciosas e innumerables habitaciones, vivían dos hermanas. Como suele ocurrir, una, Encarnación, era demasiado bella y a la otra, Estoica, la naturaleza le había jugado una mala pasada. Aquel atardecer de 1945 un modesto peón de albañil apodado Tincho, fanático de los burros y del tango arrabalero, decidió que debía jugarse el todo por el todo. Estaba perdidamente enamorado de Encarnación (la linda) y no sabía cómo plantearle el asunto. Eran otros tiempos. Primero el aspirante a prometido debía hablar con la muchacha y luego pedirle la mano al padre para tener acceso al zaguán prometedor. Centenario era entonces una boca de lobo cerrada por el follaje de los árboles añosos. Sólo una luz trémula -el foco en la esquina- se abatía con el temblor de una vela titilando en la penumbra. 

Tincho se preguntó cómo declararle su amor a Encarnación sin morir en el intento. Sentados en el banquito de mármol, en la esquina donde funcionó el solidario almacén "Los Hermanos" de Nicolás Musa, un amigo le recomendó el auxilio poético de Bécquer, Amado Nervo y Rubén Darío, pero estos tres hombres para Tincho podrían haber sido la delantera de Santamarina. "Qué lástima que no pueda cantarle el tango Chorra", se lamentó. El amigo lo convenció para que le recitara un poema clásico de Gustavo Adolfo Bécquer. Tras un gran esfuerzo Tincho logró memorizar el verso. Volverán las oscuras golondrinas de su balcón sus nidos a colgar? Aquella noche nuestro peón de albañil se acercó a su amada detenida en la puerta del zaguán y se le declaró como lo haría cualquier varón de ley. A la mujer los ojos se le llenaron de chispitas que titilaron en medio del crepúsculo. Esa respuesta era un sí en silencio pero jubiloso. Agrandado y dispuesto a dar el golpe de escena Tincho dibujó con su brazo un ademán grandilocuente y empezó a recitar: "Volverán las oscuras golondrinas?", pero cuando quiso continuar se le nubló la mente. Quedó allí, enmudecido y con la letra naufragando en el último rincón de su cerebro. Abochornado se despidió prometiendo que a la noche siguiente completaría el verso truncado. Cumplió. Durante la tarde repasó obsesivamente la letra; luego se puso su único traje de fatigar milongas en el Club Juventud Unida (pues Tincho no era un pituco y los pitucos iban al Independiente), y cuando cayó la noche volvió por Encarnación y sus ojos chisporroteantes. La encontró en el mismo lugar y de sopetón, para sorprenderla, le completó: 

-¡De su balcón sus nidos a colgar! 

La respuesta que recibió lo dejó petrificado contra la vereda.

-Le falta el primer verso, Tincho -dijo la mujer, sorprendida.

-Es que la parte de las golondrinas se la recité anoche? -titubeó nuestro hombre.

-¿Anoche? ¡Si yo anoche no salí de mi casa! -soltó Encarnación.

El viento movió el foco de la esquina y ese golpe de luz bastó para que Tincho empezara a verlo todo claramente. Se vio a sí mismo parado en el zaguán y empezó a maldecir la oscuridad reinante, el follaje de los árboles que tapaban las estrellas y la sombra derrumbada del ocaso. Entonces, avergonzado, quiso que se lo tragara la tierra por aquella confusión ocurrida bajo la media luz de la mítica calle Centenario. Antes de salir corriendo y no volver a pisar nunca más aquel zaguán de su desgracia, reparó en el júbilo de los ojos con chispitas de la pobre Estoica que se quedaría sola para vestir santos hasta la eternidad, con el verso incompleto de Bécquer y el corazón destrozado por el error.

Foto ilustrativa


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