18 de noviembre de 2016
por
Elías El Hage
Cada tanto, entonces, ocurren algunos episodios que podrían encuadrarse en la saga de las "Misceláneas del Dique", por decirlo así. En esta contratapa contaremos dos hechos. El primero ocurrió la semana pasada. El segundo en 1981.
EL PESCADOR, LA CHICA Y EL PRESTAMISTA
Estoy caminando-trotando-arrastrándome por la senda del Dique con el celular en el bolsillo del pantaloncito (detalle severamente objetado por la nutricionista debido a que correr es mucho más que eso: es, ante todo, desconectar el piloto automático de la costumbre y el trabajo. Sobre todo de esa nueva forma de alienación que nos propone el teléfono celular).
Sigamos. A metros de la isla un tipo en jeans desflecados, con los ruedos de los pantalones dados vueltas hacia arriba y en patas, armando una caña con una expresión lacónica, como si estuviera veraneando en Júpiter, el pucho colgado entre los labios, con lentes, me dice, en tono enfático: "¡El Hage! ¡Qué bueno que podamos compartir esta sensación!". Mi andar penoso se frena. El tipo, que tiene algo así como 60 años, es canoso, pinta de ciruja intelectual, señala con el dedo una mujer de zapatillas fosforescentes, musculosa blanca y calzas negras que viene corriendo hacia nosotros. La chica es hermosa, tal como se mide la belleza en tiempo real: a cara completamente lavada, sin tacos, sin artificios. Corre como una gacela con los auriculares puestos. El tipo larga todo su monólogo sin dejar mirarla nunca. "Fíjese, escribidor. Registre qué belleza. Quizá no llegue a los 30 pirulos, 25 pongamoslé. Mire qué andar, qué sensualidad. Suponga que usted quiera seguirla, que se le ocurre hablarle, decirle un piropo, que piensa un disparate tal como que una pebeta así le va a dar bola a usted, viejardo y feúcho. Es la verdad, no se ofenda. Ahora no importa, soñemos. Observe qué tranco. Usted sale disparado como puede, corre tras sus pasos, deja los hígados en el esfuerzo y nada. Cuando la pebeta agarre la loma del fundidor, usted estará reventado, humillado, a punto del infarto. Y ella cada vez más lejos, más imposible. Y para eso me tomé el atrevimiento de pararlo, mi amigo: nunca la alcanzaremos, ¿entiende? Solo nos queda mirar cómo se va, cómo esa hermosura modelada por vaya a saber qué Dios nos impone esta cruda realidad a nosotros, los que nacimos en el siglo pasado: estamos viejos, todavía podemos admirar la belleza, pero algo de la vida se nos pasó definitivamente. Y nada de lo que hicimos ayer vuelve jamás".
Dicho esto el tipo prende otro pucho. Un paréntesis de silencio cómplice se abre entre nosotros y el canto de los pajaritos. Le agradezco el monólogo. La chica ya está cruzando la loma como un punto perdido en la lejanía. Entonces suena el celular: uno de los prestamistas más famosos del pueblo me dice que en el portal donde trabajo salió una nota donde se informa que le afanaron y que él no hizo la denuncia a la policía. Me dice que nadie le robó nada. Está insólitamente preocupado por algo que nunca pasó. Miro al fulano sabio, miro a la chica imposible, miro el celular con el prestamista tan remotamente lejos de la sabiduría del pescador, de la belleza de la chica que corre, de lo efímero de la juventud y de la vida, que hago lo primero que me viene a la cabeza: corto y sigo trotando despacito.
Cuento esta historia en mi muro de Facebook, donde suelo compartir con amigos y lectores ciertas viñetas de acá a la vuelta o de la aldea global. Y de inmediato uno de mis contactos me abre una ventana en privado. La anécdota que conté lo llevó en línea recta hacia el recuerdo de una de sus vivencias más crudas sucedidas en torno al Lago. De un tirón, entonces, el hombre -que es contemporáneo a todos aquellos vecinos que hoy rondan entre los 45 y 60 años- narra lo que sigue.
LA DIOSA Y EL TIGRE
Fue una noche de hace 35 años. El Dique no tenía senda. Se corría sobre el pavimento bajo una penumbra mortecina. Es decir que se veía poco y nada. "Entonces cuando llegué al monumento de Fugl bajé de la camioneta y la vi?", apunta el hombre dictándome su fracaso bajo palabra de respetar el anonimato. Y se explaya: "La vi como lo que era: una mujer colosal, fibrosa, de un metro con setenta y cinco, cabello con una cola de caballo y un tranco infernal, porque hacía atletismo, aunque había venido a Tandil desde Necochea a estudiar Económicas. Se llamaba Ana Castagno", evoca con notable memoria, lo cual confirma que tenía claramente estudiados los pasos de la belleza singular de esa muchacha. Empezó a correrla sin presentir el absurdo que Fugl le estaba profetizando desde la altura de su estatua: al pionero danés que se rompió el alma trabajando, la posteridad le hizo una escultura de traje, corbata, parado y de brazos cruzados, como un burócrata de oficina. Había en ese trazo surrealista el fulgor de un presagio agrio, pero como suele ocurrir los hombres (y las mujeres) no solemos interpretar estas señales ineluctables del Destino.
Volvemos al
relato. Era verano y la luna flotaba, insomne, sobre el agua planchada del
Lago. "Juré que la alcanzaría ya que si
nunca iba a poder seducirla, al menos no me humillaría sacándome
Sigamos en el Dique, en la noche más imperdonable de su vida. Cuando la rubia aflojó el tranco, cerca de la isla, nuestro atleta, quien por entonces era joven y portaba una buena figura, la alcanzó. "Imaginate, venía fundido pero a punto del piropo, a punto del saludo tímido, de lo que sea? Sin embargo cuando me pongo a la par ocurrió la catástrofe. Esa diosa que yo creía que era Ana Castagno? era en realidad? ¡¡el Tigre Brutti!! Sergio Brutti, no sé si lo tenés? quien en esos años tenía una buena figura, era rubio con una cola en el pelo y, sobre todo, el tranco de Usain Bolt. Más de uno que la conoció a Ana y al Tigre mi dieron la razón con que era fácil confundirse, pero la verdad es que fue el papelón interno más grande de mi vida", confiesa el portador de esta historia, la cual se suma a la saga de las epopeyas bizarras ocurridas a la vera del espejo fétido.
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