2 de junio de 2016

Sociedad

Sociedad. Cortado por otra tijera

“Yo soy peluquero, no soy estilista ni nada de eso. Acá te venís a cortar el pelo, miramos futbol en la tele, charlamos y que pase el que sigue. Si quieren un servicio más completo vayan a lo de Ginobilli (por Zinovile) que lo hace muy bien”. Nació hace 54 años en Buenos Aires, en el barrio de Villa Urquiza. Hay que decir que se mantiene muy bien. El estilo juvenil ayuda a disfrazar su edad. Pero lo más sorprendente es su actitud. Es alegre, extrovertido y casi que no tiene filtros. Podríamos decir que el tipo es un carismático. Frente al espejo de la peluquería vemos un muñeco de Homero Simpson con la camiseta de Colón. Ese amor por el “sabalero” surgió de pibe cuando se mudó con la familia a Santa Fe. El padre era de aquella zona y estaba en el negocio de la lana. Recorría el litoral y toda la Patagonia en busca de la materia prima. Cuando Eduardo todavía era un adolescente volvieron a la Capital Federal, donde terminó la secundaria y se anotó a estudiar medicina. No sabe porque cayó en esa carrera, pero supone que lo atrajo el título de doctor y el prestigio que conlleva. Lo cierto es que no lo atraía mucho el estudio, por eso seguía buscando que hacer con su vida. En aquella época de parciales y grupos de estudio, conoció al hermano de un compañero de la facultad. Este había puesto una peluquería en la casa y a Eduardo le llamaba la atención que siempre estaba rodeado de mujeres. “Viste que Dolina dice que los hombres hacemos todo por una cosa, bueno, yo me hice peluquero para ganarme minas. Así empezó todo esto”,  contó. Ojo, en su familia había antecedentes. Su abuelo había sido peluquero en Cassano Murge, Italia. Por eso el nombre de la peluquería. Pero no nos adelantemos, volvamos a la historia. Alentado por este nuevo oficio, hizo un curso de peluquería en lo de Leo Papparella. Al mismo tiempo seguía intentando en la Facultad de Medicina. En los veranos recorría todo el sur con su padre. Le gusta mucho la ruta y el trabajo del “viejo” le venía al pelo. “Íbamos hasta Tierra del Fuego, andábamos por todos lados. Me conozco toda la Patagonia gracias a la lana”, nos explicó. Quizás por este acompañamiento, o por algún motivo no explicitado en la entrevista, Don Vallarella le regaló un pasaje a Camboriú para que viaje con sus amigos. Eduardo fue a pasar dos semanas y se quedó tres años. “Me copé tanto que me quedé. Enseguida me hice amigos, salía algún trabajito de vez en cuando y estaba feliz. Colgué la facultad y se terminó la medicina. Mi vida iba por otro lado”, analizó. En Brasil pasó por varias ciudades y trabajos. Cortó el pelo, fue mozo, bartender y lo que se imaginen. Allá descubrió que no le gusta estar mucho tiempo encerrado y que además se aburre de hacer siempre lo mismo. Cuando hacía poco que había vuelto a nuestro país le llegó otra invitación de su padre. Los primos de Italia le habían ofrecido un trabajo en el Viejo Continente y quería que se vaya con él. Sin pensarlo le dijo que si y armó de vuelta las valijas. Vivieron en Cassano y en Molfetta poco más de dos años. Su madre y el resto de la familia habían quedado aquí. Esto y la crisis económica los trajo de vuelta a fines de la década del ’80. Pero los Vallarella no querían saber nada de volver a Buenos Aires. Tenían que escoger un nuevo destino. Su padre había pasado varias veces por Tandil y tenía cierto aprecio por este valle entre sierras. De allí la elección de esta ciudad para venir a probar suerte. Llegaron a Tandil en el año 1988 y compraron propiedades en la esquina de Maipú y Rodríguez. Fue en ese momento cuando su padre lo alentó a poner una peluquería. Fue quizás uno de sus últimos consejos, porque falleció a los pocos meses. “Yo quería volverme a Buenos Aires, quería ir a ver a River Plate, salir de joda con mis amigos, otra cosa. Pero bueno, abrí la peluquería en el ’90 pensando que era por unos meses y mirá donde estamos…”, nos dice sonriendo. Se pudo de novio, enseguida nacieron sus dos hijas y de la idea de quedarse unos meses pasó a ser casi un tandilense más. Pasaron casi 30 años de su llegada y hoy no lo cambia por nada: “A Buenos Aires no voy ni aunque me paguen 10 mil dólares por mes. Mis hermanos viven allá y no quiero ir ni a visitarlos, le digo que vengan ellos. Es un loquero la Capital”. Se aquerenció en Tandil, pero no sería por mucho tiempo. Acá formó una familia, desarrolló su trabajo, pero todavía estaba ese espíritu inquieto que lo caracteriza. Por eso no sorprendió a nadie cuando se fue a EEUU a principios del 2000. Un amigo le había contado sobre la posibilidad de un trabajo en Los Ángeles, California, y volvió a las andanzas. Hizo un curso de cocina en una prestigiosa escuela internacional y se fue unos meses. La peluquería quedó en manos de su empleada. Esa experiencia en los Estados Unidos fue corta, estuvo menos de tres meses y volvió para no tener problemas con la Visa. Acá retomó los estudios de chef y se recibió de cocinero. En el año 2004 fue por la revancha. El matrimonio no había prosperado y volvió a probar suerte en el norte. Disfrutó a full esta nueva experiencia. Allá vio en vivo a las grandes bandas de rock. Podemos decir que su look no dista mucho de esas estrellas que hoy adornan las paredes de la peluquería. “Esos poster los traje de allá”, nos dice mientras nos cuenta la historia de cada uno. Pasado el tiempo entendió que debía pegar la vuelta. Acá esperaban sus hijas y nuevos desafíos. Con la experiencia de Brasil y EEUU, le propuso un negocio a sus hermanos y compraron la Taberna El Gringo donde hoy está Taberna Pizuela. Eduardo se repartía el tiempo entre la peluquería y el restaurant. No guarda los mejores momentos de aquella época. “Trabajaba todo el día, no tenía horarios. Lo mismo antes, cuando mis hijas eran chiquitas, estaba todo el día afuera. Hay que trabajar menos y disfrutar más de la vida”, explica. Así fue que se cansó de tanto laburo y vendió la Taberna. Volvió a las tijeras y fue hallando el rumbo buscado. “Mientras yo trabajaba, los demás estaban de joda. Si con lo que hago en la peluquería me alcanza, para que me voy a seguir rompiendo la cabeza, pensé”. A pesar de que entró al oficio por las minas, hace 20 años que no le corta el pelo a las mujeres. “Adonde se come no se cag…, es así”, nos dice. Comenta que muchas veces vienen clientes con amigas y no da el brazo a torcer. “Fue una decisión que tomé, cuando tenía empleadas, ellas le cortaban a las mujeres, pero yo no quiero saber nada. Tampoco soy un estilista, yo soy peluquero. Mi clientela son estudiantes o gente que viene hace 20 años. No tengo secretos, ni hago un servicio especial. Lo hago a mi manera. Acá venís a cortarte el pelo, charlamos de futbol, de minas, de música. Hay futbol en el televisor y a otra cosa. Prefiero cobrar barato y que el cliente venga cuando quiera cortarse, no tiene que andar pensando si tiene guita o si le alcanza”, afirma. Está contento con su presente. Sus hijas son felices e independientes. Tiene la moto que lo lleva adonde quiere y un grupo de amigos que siempre le hacen la segunda. “Estoy en un buen momento. Trabajo de 11 a 16 y después sigo con mi vida. Salgo a caminar, doy vueltas en la moto. Ahora estoy pensando en empezar yoga para mejorar la elongación, que querés que te diga, no me puedo quejar”. La peluquería cumplió 26 años y sigue vigente. La gente entra y sale continuamente. Para todos tiene un chiste o un comentario. Cuando alguno llega sobre la hora se pone nervioso, no le gusta quedarse más tiempo. “Viste como soy. Me gusta cortar el pelo, pero un rato, después me aburre”. Hay demasiado para disfrutar, antes que pasarse la vida trabajando. [gallery ids="127808,127809,127810,127811,127812,127813,127814,127815"]      

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