15 de septiembre de 2016
por
Elías El Hage
El
otro mal, de llegada semanal, era la nunca olvidada Libreta de Calificaciones.
El Colegio San José, por ejemplo, había perfeccionado sádicamente ese mecanismo
de tortura entregando la libreta los días viernes, con el único objetivo de
arruinarle el fin de semana a los malos alumnos. Pero la travesura de la bomba
trucha, salvo que sus autores incurrieran en chambonada profunda, estaba a
salvo de la condenatoria libreta. No había modo -sobre todo en ese tiempo,
digamos hace unos cuarenta años atrás- de interceptar el llamado anónimo y
mucho menos descubrir al ideólogo que se jugaba el pellejo para que centenares
de estudiantes ganaran la calle en el mismo instante que sonaba la sirena de la
autobomba en dirección al colegio.
Sin embargo, no todas las
bombas de aquellos tiempos fueron de naturaleza artificial o fantasmagórica. Momento
del relato en que sobresale la legendaria figura del Gordo Muse. Es un nombre
que, naturalmente, no dice nada, como tantos apellidos de esa etapa fundacional
de nuestras vidas, generalmente pródigo en desdichas: la etapa de la llamada
socialización en el jardín y luego la escuela primaria. El purgatorio
pedagógico. Ahora vamos por la historia.
Todavía puedo verlo en mi
memoria: el Gordo Muse no llega a los doce años pero ya se ha ganado la dudosa
fama de pibe difícil y de mal talante. Corre el año '72, el país es un incendio
pero nosotros estamos ahí, en el patio de la Escuela Nº 2, entrando en la
última curva de la infancia y ajenos a los vaivenes de la patria. El Gordo Muse
era uno de esos tipos que nunca iban a pasar la bandera; sin embargo metió dos
golpes certeros en la mandíbula de los prejuicios y entró en la inmortalidad de
aquellos años inolvidables. Es cierto que su foto no quedó congelada en el
cuadro de honor de la escuela, y que le amargó la vida a más de una maestra,
pero se ganó con justo derecho su evocación en esta crónica. Decía que
estábamos en el patio de la escuela, que era una cálida mañana de agosto y cada
cual trataba de sobrevivir a las trampas de la pubertad: a los granos en la
cara, a la pelusa de un bigote imposible, a la timidez explotando en las
mejillas. De golpe lo vemos venir al Gordo, a los saltos, con el delantal
abierto y estrujado. Se para frente a una compañerita, se lleva los dedos a la
boca y entra a soplar como un condenado. De a poco un extraño óvalo rosado
cobra vida entre sus labios. "¡Qué globo raro!", dice con todo candor
nuestra compañera. Una maestra lo ve y no puede creerlo. De los nervios empieza
a los alaridos y en un santiamén arriban al lugar del hecho la portera, el
kiosquero y la directora. El Gordo se ríe. La travesura lo pone feliz y muy
pocos de los que estamos allí entendemos qué es lo que pasa. Furiosa, otra
maestra le arranca el "globo" de las manos tratando de encontrar un
cesto de basura donde arrojar lo más rapido posible la "asquerosa"
prueba del delito. Nadie se explica dónde ha conseguido el preservativo pero
mucho menos cómo ha juntado coraje para inflarlo a la vista de todo el mundo. A
los doce años la fama lo cubre y desde ese entonces hasta que dejé de verlo me
pareció que su vida iba a estar destinada a las empresas difíciles.
Una semana después asestó el
segundo golpe, el más espectacular, que lo llevó directamente a la expulsión de
la escuela. Lo hizo en medio de una clase de Ciencias Naturales, acaso harto de
que le reprocharan haberse olvidado el frasco de mayonesa del germinador. Un
olor nauseabundo invadió rápidamente el aula, las chicas empezaron a dar gritos
histéricos y no alcanzaban las manos para cubrirse la nariz, abrir los
ventanales o escapar de ese infierno pestilente. El aula se había convertido en
un pozo resumidero pero recién cuando sonó el timbre del recreo la directora
alcanzó a comprender el carácter del atentado. El Gordo había aplastado una bomba de olor bajo su zapato, razón por
la cual tuvieron que desalojar la sala en medio del griterío y los mutuos
insultos que se asestaban los compañeros, quienes desconociendo la existencia
del oloroso explosivo se reprochaban unos a otros el desmadre de una flojera de
vientre generalizada. Como siempre, lo descubrieron por el brillo de su mirada:
de la felicidad que sentía ante el hecho consumado al Gordo Muse los ojos se le
ponían amarillos. Entonces, parado en la Dirección como un condenado a muerte,
su orgullo de agitador social le impedía negar la travesura.
La última bomba que ahora vuelvo
a contar fue una ilusión vana. Aprovechando que el país de entonces tenía más
atentados que bomberos, hacía rato que un "comando" de alumnos de la
Escuela Normal llamaba por teléfono a la Dirección del establecimiento y
dictaba la falsa alarma del explosivo. ¿Consecuencia? Todo el alumnado era
evacuado a sus respectivos hogares y las clases se interrumpían casi de una
forma mágica. Las huestes del Colegio San José, atacadas de una comprensible
envidia, pretendieron lo mismo para ellos. En el curso de una muy clandestina asamblea,
el alumno Gustavo Gentile fue elegido democráticamente por su compañeros para
consumar la hazaña. La fotografía que acompaña este artículo permite
reconstruir los cristales rotos del espejo de la memoria: ahí está Gentile,
contra la ventana, el nudo enorme de la corbata. El hoy arquitecto Richard
Castejón, sonríe a cámara y le levanta la mano. Es el último día de clase, el
piso está cubierto de papelitos. El profeosor Pedro Lauro Castorino aparece en
el fondo del salón. Delante de él, de blazer claro, rubio, se asoma EL rostro
de Alejandro Fortunato. Ninguno de los tres nombrados está hoy con nosotros. Pero
la mañana de aquel invierno el estudiante Gentile se metió en el Bar Ideal,
levantó el tubo del teléfono público que había en el bar, y se envolvió la boca
en una bufanda para disimular cierto terror en su tono adolescente.
-Buenos días -dijo y forzó
una voz solemne y gruesa-. Somos del movimiento terrorista "Evita
Guerrillera". Queremos informarle que hemos puesto una bomba en el colegio
¿me entiende?
Del otro lado de la línea lo
escuchaba el Hermano Crisóstomo. Harto de que lo molestaran cuando estaba
dándole de comer a sus palomas mensajeras, le disparó una respuesta que aún hoy
conserva su insólita brillantez .
-¿Ah, si? -tronó el cura
antes de soltar aquella frase histórica-: ¡Pues
entonces explotaremos todos! -remató.
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