25 de marzo de 2019
por
Juan Ángel Alvarado
Es necesario desde un punto de vista
siempre singular porque la objetividad fue sólo una ilusión del positivismo
científico que hoy sería imposible interpretar al hombre y su historia sino
dejamos atrás esos conceptos de otra época del pasado "esplendoroso".
Una cosa, una doctrina, una persona, una
poesía, nos sugiere el filósofo italiano Nicola Abbagnano, pueden valer como
símbolos o cifras de la trascendencia, pero, puesto que no valen como tales si
yo no los interpreto y puesto que no puedo interpretarlos sino es partiendo de
lo que yo mismo soy toda cifra o símbolo interpretado por la existencia es una
continuación de que la existencia no puede ser sino lo que es.
El estar siempre en una situación
determinada, el no poder vivir su lucha y dolor, el deber tomar sobre si la
culpa y el estar destinado a la muerte son situaciones límites en las cuales
indiviualmente la trascendencia está presente bajo la forma de la imposibilidad
en que el hombre se encuentra de superarlas.
Ciertamente, en el naufragio total de todas
sus posibilidades, el hombre no puede encontrar más que resignación y silencio
constituyendo una paz que no es ilusoria porque se funda en la certeza del ser
que se ha revelado en su necesidad. Tal como diría el filósofo alemán Karl
Jaspers "es la certeza de una necesidad incomprensible frente a la cual no se
puede hacer otra cosa que inclinar silenciosamente la cabeza y resignarse.
Por su parte, el filósofo español José
Ortega y Gasset profundiza esta inevitable circunstancia de la cual no podemos
escapar. Por eso, si el hombre gozara de ese privilegio de liberarse
transitoriamente de las cosas, y poder entrar y descansar en sí mismo, es
porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas ha logrado reobrar sobre las
cosas transformarlas y crear en su derredor un margen de seguridad siempre
limitado, pero siempre o casi siempre en aumento. Esta creación específicamente
humana es la técnica. Gracias a ella, y en la medida de su progreso, el hombre
puede ensimismarse.
Pero también viceversa, el hombre es
técnico, es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia,
porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban para ensimismarse, para
entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre esas cosas y su
relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias, en
suma, para construirse un mundo interior. De este mundo interior emerge y
vuelve al de afuera, pero vuelve en calidad y protagonista, vuelve con un sí
mismo que antes no tenía -con su plan de campaña-, no para dejarse dominar por
las cosas, sino para gobernarlas él, para imponerles su voluntad y su designio
para realizar en ese mundo de fuera de sus ideas, para modelar el planeta según
las preferencias de su intimidad.
Lejos de perder su propio sí mismo en esta
vuelta al mundo, por el contrario, lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta
enérgica y señorialmente sobre las cosas, es decir, hace que lo otro -el mundo-
se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo. El hombre humaniza al mundo, le
inyecta, lo impregna de su propia sustancia ideal y cabe imaginar que, un día
de entre los días, allá en los fondos del tiempo, llegue a estar ese terrible
mundo exterior tan saturado de hombre que puedan nuestros descendientes caminar
por él como mentalmente caminamos hoy por nuestra intimidad.
Cabe imaginar que el mundo, sin dejar de
serlo, llegue a convertirse en algo así como un alma materializada, y como en La tempestad de William Shakespeare, las
ráfagas del viento soplen empujadas por Ariel, el duende de las ideas. Me
parece que al presente podemos representarnos, siquiera sea en vago
esquematismo, cuál ha sido la trayectoria humana mirada bajo este ángulo.
Hagámoslo en un texto condensado, que nos sirva a la par como resumen y
recordatorio de todo lo anterior.
Según esto, no puede hablarse de acción
sino en la medida en que va a estar regida por una previa contemplación y viceversa,
el ensimismamiento no es sino un proyectar la acción futura. La política ha
llegado en occidente al extremo que, de puro haber perdido todo el mundo la
razón resulta que acaban teniéndola todos. Sólo que, entonces, la razón que
cada uno tiene no es la suya, sino la que el otro ha perdido.
Estando así las cosas, parece cuerdo que
allí donde las circunstancias dejen un respiro, por débil que este sea,
intentemos romper ese círculo mágico de la alteración que nos precipita de
insensatez en insensatez. Parece cuerdo que nos digamos (como después de todo,
nos decimos muchas veces en nuestra vida más vulgar siempre que nos atropella
el contorno que nos sentimos perdidos en
un torbellino de problemas) que nos digamos: ¡Calma! ¿Qué sentido lleva ese
imperativo? Sencillamente el de invitarnos a suspender un momento la acción que
amenaza con enajenarnos y con hacernos perder la cabeza, suspender un momento
la acción para recogernos dentro de nosotros mismos, pasar revistas a nuestras
ideas sobre la circunstancia y forjar un plan estratégico.
No juzgo, pues, que se ninguna
extravagancia ni ninguna insolencia si al llegar a un país que goza aún de
serenidad en su horizonte pienso que la obra más fértil que pueda hacer para sí
mismo y para los demás humanos no es contribuir a la alteración del mundo, y
menos aún alterarse él más de lo debido, a cuenta de alteraciones ajenas, sino
aprovechar su afortunada situación para hacer lo que los otros no pueden ahora:
ensimismarse un poco. Si ahora, allí donde es posible, no se crea un tesoro de
nuevos proyectos humanos -esto es, de ideas-, poco podemos confiar en el
futuro. La mitad de las tristes cosas que hoy pasan, pasan porque esos
proyectos faltaron.
Recuérdese todo lo que el hombre debe a
ciertos grandes ensimismamientos. No es un azar que todos los grandes
fundadores de religiones antepusieran a su apostolado famosos retiros. Buda se
retira al monte, Mahoma se retira a su tienda, y aún adentro de su tienda se
retira de ella, envolviéndose su cabeza en su albornoz. Por encima de todos
Jesús se aparta cuarenta días al desierto. ¿Qué nos debemos a Newton? Pues
cuando alguien, maravillado de que hubiese logrado reducir a un sistema tan
exacto y simple los innumerables fenómenos de la física, le pregunta cómo había
logrado hacerlo, éste respondía ingenuamente: Nocte dieque incubando (dando vueltas día y noche), palabras tras
de las cuales entrevemos vastos y abismáticos ensimismamientos. Hay hoy una
gran cosa en el mundo que está moribunda, y es la verdad. Sin cierto margen de
tranquilidad, la verdad sucumbe.
Quien quiera aprender, de verdad, los
efectos que el despojo causa en una gran civilización, puede verlo en el primer
libro de alto bordo que sobre el Imperio Romano se ha escrito -hasta ahora, no
sabíamos lo que este había sido-. Me refiero al libro del historiador ruso Mijail
Rostóvzeff titulado Historia social y
económica del Imperio Romano.
Dislocada en esta forma de su normal
coyuntura con la contemplación, con el ensimismamiento, la pura acción permite
y suscita sólo un encadenamiento de insensateces que mejor deberíamos llamar
"desencadenamiento". Así vemos hoy que una actitud absurda justifica el
advenimiento de otra actitud antagónica pero tampoco razonable, por lo menos
suficientemente razonable, y así sucesivamente. La vida humana debía ponerse al
servicio de la cultura porque sólo así se cargaba de sustancia estimable. Según
lo cual, ella, la vida humana, nuestra pura existencia, sería por si cosa
baladí y sin aprecio.
Para concluir con este clima de
incertidumbre propio de nuestra época quisiera recordar aquello que Jorge
García Venturini nos planteaba: la pregunta acerca del fin de los tiempos, resulta
absolutamente inevitable. Intentar eludirla puede ser una justificada necesidad
de evasión, más no una actitud científica y responsable. Por el contrario,
solamente una meditación a fondo sobre estos temas puede contribuir a superar
tan amenazadoras perspectivas. Por lo demás, sólo el hecho de que la pregunta
tenga vigencia es suficiente para trastornar el habitual y secular quehacer de
los hombres. Porque lo que importa y es gravísimo, en definitiva, no es que
acontezca el fin de los tiempos (¿quién podría lamentarlo luego?) sino que
pueda acontecer, simplemente. Y esto es de lo que no cabe dudas.
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