13 de diciembre de 2017

PERSONAJES DE LA SEMANA

PERSONAJES DE LA SEMANA. La sociedad de los semáforos

El malabarista, como todo artista callejero, adoptó este oficio como estilo de vida. Si uno los mira a la distancia tiene a creer que son "personajes" todo el tiempo. Ya sea en la plaza, en la esquina o donde los encuentres, los vas a ver con la clavas, las pelotas de colores y una sonrisa dibujada en el rostro.

Los malabares se practican con matices de diferente significación. Se puede definir al malabarismo como un arte, una manera de convertir la mirada rutinaria; como un trabajo, su medio de subsistencia y también están aquellos que lo adoptan como deporte. Lo cierto es que los malabares son juegos y sus ejecutantes "juegan" con sus elementos: las clavas, pelotitas, banderas y diábolo vuelan por el aire y en cada partida se pone a prueba la capacidad del malabarista para demostrarnos los trucos de sus elementos.

A veces pasa que ni siquiera nos detenemos en el éxito de la pirueta, el carisma y la presencia alegre del artista alcanza y sobra para alegrarnos un instante la jornada y seguir camino a casa.

Lejos del estigma social con el que los quisieron encasillar hace tiempo, su capacidad de disciplina y destreza manual a la hora de realizar estas acrobacias es digna de admirar. Pero lo que más llama la atención de automovilistas y transeúntes es su actitud ante la vida. Muchos los ven como "locos" o "vagos", otros sueñan con dejar las obligaciones de lado y echarse a rodar por la vida sin tiempos ni horario.

Su aparición en escena a principios del nuevo milenio estuvo marcada por la crisis económica y financiera que azotó a nuestro país, hoy hay otros causas que operan en el medio. Trabajos precarizados, el hartazgo hacia algunas caducas normas sociales y el anhelo de una vida romántica sin jefes ni ordenes, parecen ser los desencadenantes para que muchos jóvenes se calcen la mochila al hombro y salgan a recorrer los infinitos caminos de nuestro mundo.

Fiama y Guido la tienen muy clara

Son dos hermanos que apenas tienen 20 años. Crecieron en una familia de La Movediza y por golpe de azar descubrieron el oficio.

Fiama, es la mayor, y nos cuenta que empezó hace poco más de un año, "siempre me tiró todo lo que tenga que ver con lo artístico. De chica hacía danza clásica y después me enganché con la escuela de circo".

En una esquina del pueblo conoció a los malabaristas y se "enganchó" con uno. Ella no lo llama por su nombre, le dice "mi compañero", pero le brillan los ojitos.

"De a poco empecé a practicar y a medida que te van saliendo los trucos te vas enganchando", dicen casi a dúo. Ayuda mucho la buena onda que hay dentro de la 'sociedad malabar'. "Cada uno tiene que aprender por su cuenta, practicar, pero todos te van ayudando. Cada uno te deja lo que sabe, conoces mucha gente y no hay egoísmo, te enseñan lo que saben". La buena onda es moneda corriente.

Guido es dos años menor, son muy compinches con Fiama, y la siguió en el aprendizaje. "De verla practicar a ella me enganché y de a poco me fui animando a hacerlo en la calle. Porque son dos cosas muy distintas, hacer malabares en una plaza es una cosa y en el semáforo otra totalmente distinta. Ahí estas solo ante el automovilista, te expones y te sometes a la crítica. Muchas veces ante gente que no le interesa lo que estás haciendo", comenta.

El tiempo corre, son aproximadamente 45 segundos los que tienen para establecer interacciones que van entretejiendo el espacio público, allí los distintos intereses sociales se miden, se negocian y se concretan.

"Tenemos que tener en claro que la gente se topa con nosotros, no es que nos elige o nos busca. Hoy nuestro trabajo es exhibirnos en el semáforo y tratar de sorprenderlos. Utilizamos la espontaneidad y los elementos que tengamos a mano. A veces se nos suman los perros callejeros, nos ven con las pelotas y se ponen a jugar. Estas escenas enternecen al público y quizás nos dan más propina. Nos gustaría poder hacer funciones en el futuro, pero es para otra época. Hoy nos toca la calle y lo disfrutamos a full", indica Fiama.

Antes habían pasado por otros trabajos, changas, que no tienen punto de comparación con lo que significa ser un artista callejero. "Sin desmerecer a los otros trabajos, no me llenaba de ninguna forma. Era aburrido y no ganábamos bien. Cuando empezamos a salir a los semáforos descubrimos que podíamos vivir de otra manera. No te voy a decir que me lleno de plata, pero te alcanza y haces lo que te gusta". La satisfacción es doble.

Con la mochila al hombro

Una de las condiciones para entrar a este mundillo artístico es adoptar el estilo nómade. "Estamos obligados a viajar constantemente, porque tenés que ir cambiando al público para que no se aburra". Esta declaración suena a "casette", porque en el transcurso de la charla con los hermanos y el resto de los malabaristas nos queda la sensación que el viaje tiene más que ver con el placer y la aventura, que con la búsqueda de nuevos auditorios.

Este tipo de trabajo te permite no estar atado a un lugar, son sus propios jefes que organizan horarios y días de trabajo. Con muy poco tiempo en la calle, Fiama ya desplegó su arte por Rauch, Ayacucho y la costa atlántica. La zona es la primera experiencia luego de las esquinas locales. Para el futuro prevé "conocer toda la Argentina y, porque no, el mundo".

Guido todavía está en la secundaria, pero le queda poco, "este año la termino y ahí me voy a poder dedicar más a full con los malabares. El año pasado viajé con ellos a la costa y me tuve que volver para rendir las materias", dice resignado.

Fiama la tiene re clara, su contextura pequeña y frágil, contrasta con su determinación al expresarse: "Estamos descubriendo un mundo nuevo, a veces se me ocurre que puedo ir a estudiar danza a Buenos Aires y bancarme la estadía haciendo malabares". La historia sería de telenovela, una niña del barrio la Movediza que llegó al Teatro Colón gracias a los malabares y su determinación.

Sus padres no estaban muy convencidos de la elección, "ellos son grandes y no les gustaba que trabajemos en la calle. Hay muchos prejuicios. Pero nos vieron contentos y se acostumbraron. Nosotros casi que lo tomamos como un trabajo. Estamos muchas horas abajo del sol y a veces doble turno". La entrevista se hizo en Lunghi y Dante Alighieri, a la entrada del parque lítico. Pero suelen estar en 14 de Julio y España o en Avellaneda y Santamarina. No hay un escenario fijo.

Tampoco hay una ruta única para los malabaristas, el año pasado se armó una colonia muy importante en Tandil y este año bajó la cantidad. En esta época del año todos comienzan a partir sin rumbo. "Algunos se van a la playa, está cerca y pueden ir y volver seguido. Otros encaran para el lado del norte, para el sur. En el último tiempo se puso de moda Chile. Se hace buena propina y podes comprarte chiches copados a muy buen precio", relatan.

Damián Torresi es otro de los artistas locales que día a día sale a ganarse al pan. "Trabajo todo el año con los malabares", comenta en la esquina de la Plaza de los Troncos. "Ahora ya tengo la mochila lista para salir para el norte. Los malabaristas seguimos al calorcito", confiesa.

Su determinación para elegir este modo de vida queda desnuda ante la primera respuesta. "Ser un artista callejero es una elección de vida. Dentro de esto hay un montón de cosas para hacer y poder vivir, sobrevivir o como lo quieras llamar. Podes hacer artesanías, malabares y muchos chamuyos que vas aprendiendo. Yo elijo los malabares como elección de vida. Quiero viajar y si tuviera un trabajo estable me sería imposible. Este trabajo me reconforta desde muchos lados, porque no solo hago lo que me gusta sino que me forma como persona, me brinda una gran experiencia y te puedo decir que hoy valoro todo un poco más".

Su historia no difiere de la de Fiama y Guido, aprendió el oficio con los malabaristas en la plaza. Al principio le copó la onda y se animó. Después descubrió que podía ganar dinero y encima viajar. Cartón lleno.

El Tandil hippie

De a poco la gente los fue adoptando. Al principio muchos ponían cara fea y hasta se quejaban por la presencia "indeseable" en la esquina del centro. Pero a base de carisma y presencia los fueron 'comprando'.

"Supongo que es igual en todo el mundo. Tenés la gente que te acepta, la que te ignora, algunos se pueden enojar, pero la mayoría tiene buena onda. Hay de todo, como en todos lados. Yo no me quejo de Tandil. Nunca tuvimos un problema con la policía, ahora con la Local están más presentes pero nunca me corrieron del semáforo ni me prohibieron laburar".

Cada uno tiene derecho a darle propina o dejar el vidrio levantado. Aquellos que agradecemos su presencia, festejamos sus ocurrencias y alentamos el progreso. Cada uno es libre de ganarse el sustento como desee. La "sociedad del semáforo" llegó para quedarse.

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