16 de agosto de 2016
por
Elías El Hage
Con medalla o sin medalla. O como dijo Miguel Lunghi: con un
corazón de oro. Sólo alguien así -hecho de esa madera noble- puede convocar un
día hábil a las seis de la tarde la friolera de diez mil vecinos para
recibirlo. En efecto sincrónico a lo sucedido con Delpo en todo el país, ocurre
una suerte de formidable reinvención del vínculo que el tenista tenía con su
público. A partir de una primera y fundamental reinvención, la que produjo
sobre sí mismo tras la catástrofe de su muñeca izquierda para despertar una
empatía profunda donde confluyen la admiración pero sobre
todo el afecto. Porque si algo se vio ayer frente al Palacio Municipal es que
Delpo es un tipo querido, un sentimiento que nada tiene que ver con la
frivolidad del cholulismo. Y este afecto
devino a partir del reconocimiento a una entrega que bordeó lo sobrehumano en
los juegos olímpicos de Río, pero que tuvo su punto de partida en un dato de la
realidad: para casi todo el mundo, Del Potro era un ex tenista. No hace tanto
tiempo se dibujaba esta desoladora imagen: sin entrenador, bajoneado, con
algunos kilos de más, con la carrera súbitamente paralizada, luego de tres
operaciones que hubieran jubilado a cualquiera. De ese naufragio se rescató
Juan Martín hasta incluso tener que reconfigurar su juego (el slice de revés es fruto de
esa limitación que todavía tiene con su golpe de dos manos), como también pareciera
que su formidable drive, por contraste, hubiera adquirido una potencia tremendamente
devastadora, a tal punto que fue comparado con la desmesura de "Godzilla
noqueando un helicóptero".
Alto, de andar cansino, visiblemente emocional como pocos (que lo disimulan en el court), sin sobrar a su adversario, Delpo
construyó la doble epopeya de volver a jugar y de hacerlo con un humanismo
conmovedor, como los héroes románticos que cuando todo está perdido buscan el
último resto de energía ya no en ellos sino en los otros. Por eso Del Potro emociona, porque algo de nuestro deseo, de nuestra desesperación y de nuestra
fuerza interior al otro lado de la pantalla del televisor, a centenares de
kilómetros de su raqueta, lo sostuvo en pie, como si al gladiador moderno que
calza zapatillas Nike le cayera del cielo la agudeza del Mito de Anteo, aquel luchador que era invencible porque la fortaleza se la daba el roce de sus pies
con la energía cósmica de su tierra. Ese combo poderoso que solemos dar el nombre de
identidad, de pertenencia, de cielo en común.
Uno no sólo admira al tenista que se convirtió en una celebridad
mundial cuyo punto de origen estuvo en el Club Independiente. Uno admira mucho
más que eso. Admira al tipo que un sábado a la noche hace la cola en la vereda
para entrar al pub Antares, junto a sus amigos, como cualquier vecino más. Admira
al chico que nunca se la creyó y que por eso mismo volvió a poder ser. Uno lo
admira porque tiene la humildad de los grandes Es decir, la humildad no
fabricada. La que le viene de cuna. Por eso, en una ciudad difícil para el
reconocimiento, Delpo es profeta en su tierra. Por eso muta en un héroe
inesperado que rompe los moldes y los caprichos de las celebrities. Una torre no altiva a la que un día y sin aviso
derribó un tsunami. La enseñanza es que siempre vale la pena ponerse de pie.
Dicen que lo único que la familia Del Potro -específicamente su padre- pidió
horas antes de que su hijo saliera al balcón del Palacio Municipal, fue que le
permitieran colgar una leyenda que decía "Me
verás volver". Seguramente no habrán sido pocas las noches de insomnio que Juan Martín, sumido en el hondo bajo fondo de la caída, tarareó ese himno inmortal. Hasta que un día lo vimos volver. Parafraseando a Cerati, gracias totales, Delpo.
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