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La inevitable angustia de elegir

22/05/2018

Proponemos que se eliminen las distancias y que todos pertenezcamos a un mismo territorio para no tener que andar vagando nunca más de casa en casa, de calle en calle, de planeta en planeta, buscando un país, un paisaje, una bandera. QUILAPAYUN

por
Juan Ángel Alvarado

Un breve recorrido por diversas corrientes del pensamiento nos introduce en las escuelas estrictamente filosóficas nacidas en el siglo pasado, es decir aquellas que se mantienen en la línea tradicional del conocimiento racional y no apelan nunca a las vías irracionales del amor o la fe. La de Heidegger y sus epígonos, constituyen -con exactitud- un pavoroso "discurso sobre la ausencia de Dios". Esto significa el intento de cerrar el círculo de toda problemática filosófica sin hacer intervenir para nada hipótesis teístas. Estas corrientes son ateas, pero no ya en el sentido del ateísmo clásico que negaba la existencia de Dios y, por consiguiente, quedaba en todo su desarrollo ulterior pendiendo en forma negativa de ese problema.

El existencialismo ateo considera simplemente que la cuestión de la existencia de Dios carece de sentido. Los viejos ateos mostraban sus ligaduras con Dios al proclamar su inexistencia y los actuales han querido desatarse definitivamente olvidándola. El hombre, por ende, está derrelicto en medio de la vida, está solo sin remisión entre los paréntesis abismales de la nada, es el único rey de su miseria. De ahí que toda la filosofía deba circunscribirse al hombre y su mundo. Y si la metafísica ha tenido siempre como objetivo más alto el problema de Dios, su incógnita ultima es ahora la del hombre, aunque en tal torcimiento pueda estar implicada su destrucción, pues al quedar anulado el problema de Dios resulta tan amenazado el del ser que el edificio íntegro de la filosofía parece desplomarse. Porque si llevamos a sus consecuencias extremas el planteo existencialista vemos que, al no poder ser resuelto el problema del ser, toda posibilidad de juicios generales, de filosofía, e incluso de palabra, de comunicabilidad entre los hombres, queda desautorizada.

Para decirlo en forma tajante, al eliminar a Dios, el mundo y cada hombre quedan sumidos, aislados en sí mismos, como si se hubiese cegado la fuente de la comunicabilidad. La divinización de la tierra y del hombre, al suprimir todo término de relación o comparación, provoca inevitablemente la soledad y la separación.

La humanidad está realizando por primera vez en forma radical la experiencia de vivir sin Dios. Quiere que el mundo se sustente sobre si y sólo por si. El hombre prefiere asumir la grave carga de ser el único responsable de su destino, y cancela toda idea de un poder superior, de un creador al cual apelar. Los dos ingentes Estados totalitarios que se disputan hoy el centro mundial son la transcripción de este decidido ateísmo al campo de la práctica. Las pasadas monarquías fundamentaban su poder absoluto en un mandato divino. En cambio el mismo poder absoluto se hace hoy radicar no ya en los ideales -que durante un tiempo fueron sustitutivos de la divinidad-, sino lisa y llanamente en el Estado, en el núcleo de gobernantes. O sea que lo absoluto ha sido trasladado de la divinidad al hombre.

Naturalmente se argüirá ante esto que el bloque occidental, que es Estados Unidos, se ve arrastrado a obrar así a causa de la actitud de su antagonista. Pero, ¿acaso no es esa la misma argumentación que aducía el comunismo, la Unión Soviética, cuando decía que la dictadura debe mantenerse porque la revolución del proletariado estará amenazada mientras no sea general?

Lo que nos interesa de este plano no es la búsqueda de un presunto culpable sino el hecho de que la tierra está infestada de totalitarismo ateo, y la circunstancia de que cada uno de los dos bloques necesite de la aniquilación del otro. Por lo demás nadie pretende ya que las masas sean las víctimas de esta situación que la soporten por haber sido engañadas y sojuzgadas por malignos individuos ajenos a ellas sin desconocer aquellos otros conflictos geopolíticos que hay en distintas regiones de planeta abonando nuestro presente.

Por vez primera en la historia del género humano se ha hecho saltar al mundo de la órbita universal y se ha arrancado al hombre de todo contacto con lo que no sea su existencia y su muerte. Es a tan singular estado al que podemos calificar de la universalización del mundo y es el de la tierra en sí y fundada sobre si del nuevo ateísmo. 

Pero cuando se dice tal cosa hay que afirmar a renglón seguido que ese ateísmo tenía carácter ético y no metafísico. Pues según se desprende del texto nietzscheano la negación de Dios está lanzada hacia el lado de los hombres, pero hacia el de Dios cunde secretamente la afirmación.

Basta observar tres aspectos claves de la doctrina. Que toda ella, todas sus palabras, y especialmente el no respeto a la existencia de Dios, han sido proferidas -para emplear el término preciso- con entusiasmo, o sea en theos, en Dios, desde el sí. Que Nietzsche no era un metafísico ni sus preocupaciones correspondían a ese orden sino principalmente un moralista. Y en tercer lugar lo que confirma los dos asertos anteriores: su teoría del eterno retorno -que al quebrar el orden natural denuncia la necesidad de fundar la vida en un orden ajeno a ella y la imposibilidad de implantar ese absoluto en la tierra-, su endeble teoría del eterno retorno, lo mas metafísico y lo menos especificado de su filosofía, que cuando nos induce a acordarle poca fe y a pasarla con una sonrisa de tolerancia no hace más que transmitirnos la poca fe que Nietzsche había prestado a la negación metafísica de la existencia de Dios.

Pues en verdad lo que Nietzsche persiguió fue exclusivamente la instauración de una nueva moral, y si en apariencia sacrificó a Dios a tal propósito fue porque advirtió que amparándose en la divinidad los hombres practicaban una moral mendaz y destructora. Pero esta negación del creador para exaltarlo más mediante el enaltecimiento de la criatura significaba un peligro equívoco.

De ese equívoco, partió, precipitado por el declive histórico, el existencialismo heideggeriano y sartreano. Heidegger, procediendo a una interpretación deliberadamente sistemática y literal del texto nietzscheriano llevo a sus últimas consecuencias metafísicas la negación ética y anulo el problema de Dios y lo sustituyo por el de la nada. Por lo demás, de la analítica existencia que Heidegger realiza a partir de ese supuesto no surge, terminantemente, ninguna posibilidad de realizar apreciaciones morales, pues como la misma inautenticidad es un constitutivo fundamental de la existencia y no hay ninguna instancia superior a la existencia, resulta imposible condenarlas.

Así queda rechazada la pretensión de Nietzsche de consolidar las nuevas tablas de valores, la nueva ética. Es decir que el ateísmo simbólico y la moral firme de Nietzsche quedan traumados para sus sucesores en ateísmo radical y en ausencia de moral. ¿Era este nihilismo la raíz verdadera que se escondía bajo su ambiguo optimismo? Pero más aún. Sabemos que una filosofía se acerca a la certidumbre en la medida en que el mundo y la humanidad podrían reconstituirse -y sostienen- según sus principios.

La nueva filosofía no sólo se alza de hombros ante los capitales problemas del origen y el fin de todo lo existente sino que de acuerdo con la unánime opinión de los intérpretes, si se apuran hasta lo último supuestos, estatuye que la humanidad debe resignarse a la miseria de un silencio fundamental y que la tierra es un imposible tal que en el instante próximo debe desplomarse. Cabe entonces la pregunta: ¿estaba baldada por una insuficiencia semejante la filosofía de Nietzsche? ¿Era la soberbia imagen del superhombre tan inferior al hombre y a la tierra?

Cada uno sabe bien a las claras cual es la tónica de la vida en este mundo desuniversalizado. El hombre es esencialmente trascendencia, salida de si, relación con lo otro. Pero en la tierra aislada y apoyada sobre sí  misma no hay más que la tierra y la existencia de cada uno. Por lo que -eliminada la trasascendencia, la trascendencia hacia arriba, hacia Dios, hacia los ideales- solo queda la trasdescendencia, la trascendencia hacia abajo, la insistencia en el hombre y la tierra. Esto quiere decir exaltación de lo dado, de lo que -con un criterio evidentemente falso que hace de lo espiritual un agregado- se llama naturaleza.

Estamos en el reino del brutal bajo la planta de Dionisios. La cultura y las ideas -todo lo que va mas allá del mundo, de la naturaleza- se han granjeado un profundo descrédito. Ningún dirigente político habla de ideales sin estar respaldado por un respetable poder y sin dar a entender que esos ideales no pasan de ser ficción diplomática, pues de lo contrario se tornaría para las masas inmediatamente sospechoso de ineficacia y debilidad.

Cada cual en su vida de todos los días se esfuerza por ser lo que es y no lo que debe ser. La filosofía rigurosa, la ciencia -que de tanto prestigio popular gozó-, cualquier hipótesis que trate de investigar el sentido del mundo, y por lo tanto de ponerse por arriba de él, son motivo de irrisión en los círculos más amplios. La literatura renuncia a la imaginación y se aviene al realismo más apegado a las cosas.  En cambio, se exalta el deporte, la violencia, los hechos como tales.

La visión del amor contemporánea excluye como superfluo, como gazmoñería, todo lo que no sea estrictamente sexual, y el psicoanálisis tiende a convertirse en el nuevo culto popular. La adulación de las masas, de la niñez, de la juventud, de lo "vital", es una tendencia que sigue conquistando adeptos. Y también, por ejemplo, la defensa de la pantomima en contra de la palabra en el teatro, el predominio del cinematógrafo sobre el teatro, el florecimiento de las organizaciones internacionales -que revelan la ausencia de internacionalismo profundo-, el resurgir de los gobiernos fuertes, y el auge de la danza y de las costumbres de la novela norteamericana son fenómenos que caracterizan a este proceso mundial de trasdescendencia. En suma: esta aguda y rebelde instauración de lo impulsivo, de lo instintivo por sobre lo espiritual y lo lógico, de lo animal sobre lo racional, de la tierra sobre el hombre, es lo que se ha calificado de irracionalismo contemporáneo.

¿Cuál es el sentimiento primordial que engendra tal actitud? Desesperación. En efecto, desesperación, porque lo que hoy se sostiene no son ideales sino patentes imposibles en los que nadie puede apoyarse, creer. No hay impulsos para vivir cuando la vida es lo único que se nos ofrece. El amor hastía y envilece si lo reducimos al sexo. La niñez y la juventud no son estados agradables ni tampoco plenos y lo que los niños y los jóvenes ansían por sobre todo es llegar a la adultez. Las masas son ciegas y arrastran a los Estados a la destrucción. El hombre no puede pensar lo que no debe pensar. Y estas verdades de comprobación cotidiana -formuladas aquí con deliberada exageración- nos asaltan a cada momento, nos dejan con las manos vacías, empeñados solo en nuestra desesperanza. La fuente de la que estos imposibles se nutren es, naturalmente, la flagrante imposibilidad de trasladar lo absoluto a la tierra de tomar a la tierra centro de sí misma.

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