CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Calle Rosalía...

12/05/2017

Se sabe que ciertos homenajes llevan el tono del panegírico oficialista acerca del notable ausente al que se procede a agasajar con ese elemento típico de la mitología oficial: una placa de bronce. Los nombres de las calles son, a menudo, homenajes viales que le permiten al personaje elegido quedar en la historia llevando el módico nombre de una colectora o un humilde atajo de tierra. Un homenaje de esta naturaleza fue el que se le asignó a la máxima poetisa gallega doña Rosalía de Castro (1837/1885).

por
Elías El Hage

El pedido había surgido del Centro Gallego y la Sociedad Española. El expediente se comenzó a armar en la Comisión de Cultura del Concejo Deliberante, y estuvo atiborrado de contratiempos porque los gallegos no se conformaban con cualquier calle. Así que la consulta derivó en la Junta de Estudios Históricos cuyas autoridades sugirieron al deliberativo que seleccionara una calle de las conocidas teniendo en cuenta no afectar a colectividades, instituciones o parientes.

El concejal demócrata cristiano Carlos Pina propuso sacrificar a la calle Alaska, la cual por ese entonces era una callecita de morondanga que quedaba en la agonía de Constitución, y rebautizarla con el nombre de Rosalía de Castro. La iniciativa recibió el apoyo de sus pares, quedando registrada en las actas del Concejo las alucinantes palabras vertidas por el edil Luis Zaldívar: "Acepto la moción porque no creo que haya ningún pariente de Alaska vivo, y porque si viviera debe estar bastante lejos", declaró.

Aquel mediodía de 1986 los representantes del pueblo marcharon a la calle Alaska para dejar establecido el nuevo nombre de la arteria. Los acompañaba Teodoro Díaz, presidente del Centro Gallego, y el doctor Alfonso Calvo. Hacía uno de esos calores tórridos, en ese estadio vegetal de la siesta pueblerina donde nada se mueve y todo parece haberse muerto de golpe.

El presidente del Concejo Francisco Lester y el titular del Centro Gallego se ubicaron a ambos lados donde estaba suspendida la placa de bronce con relieve. Había sido colocada a la altura del techo de la casa de un vecino que prestó el frente de su propiedad para consumar el homenaje. La Banda de Música se había establecido bajo el cordón y la placa estaba cubierta por un paño bordó con dos tiras que llegaban hasta la vereda. Lester tomó el primer piolín y Teodoro Díaz el segundo. El director de la Banda tocó diana y los dos hombres tiraron de las cuerdas hacia abajo. Pero, sorpresa, el paño permaneció agarrado a la pared. Nuestros personajes, nerviosos, se miraron y fueron por la revancha. Al segundo intento se repitió el mismo fracaso. "A ver si me ponen garra para tirar los piolines", sugirió el director de la Banda que se estaba calcinando bajo el rayo del sol. Los hombres le hicieron caso: tiraron con vigor de los hilos pero el paño no se movió y se quedaron con las cuerdas en la mano. Unas risitas incómodas surgieron de donde estaban los vecinos. Lo intentaron por última vez pero tampoco hubo forma de que el paño se despegara.

"Hay que buscar una escalera", dijo el concejal Carlos Pina. Un vecino salió corriendo hasta su casa y se perdió lo que iba a ocurrir cinco segundos después. Porque el inefable Vasco Aldezábal, quien sobrellevaba la desgracia de un accidente de auto que lo condenara a los bastones eternos, subió a la vereda y se colocó frente a la placa: "¡Má qué escaleras ni qué ocho cuartos! Esto lo arreglo con mi arma mortal", gritó. Entonces calzó el trapo con uno de sus bastones canadienses y lo arrancó de cuajo, logrando que una lluvia de piedras y astillas de concreto pegaran contra las cabezas de los concurrentes, y que quedara al descubierto aquella obra magna de la albañilería municipal: los obreros habían incrustado el paño de la placa a la pared y revocado encima de ella.

-¡Qué lo tiró! ¡Ni que los albañiles fueran gallegos! -bromeó un vecino del barrio en medio de la incomodidad general.

El doctor Alfonso Calvo lo miró como para desollarlo vivo, pero eligió la catarsis intelectual que le faltaba al acontecimiento. Bajo treinta y cinco grados de calor y haciendo tiempo para que llegara el móvil de Cerrovisión (hoy Cablevisión), se puso a leer unos poemas de la pobre Rosalía de Castro en idioma gallego? Al final el único que apareció como salido de la nada fue el fotógrafo Cabrerita, quien venía a cubrir el acto para El Eco. Primero miró a los presentes que estaban sudando el hastío protocolar con los trajes bañados en piedra y revoque. Entonces, temiendo haberse perdido la foto, se acercó al presidente del Centro Gallego y le preguntó: "¿Falta mucho para que empiece a recitar la patrona Rosalía?".

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