CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Estanislao y el gordo Zaldívar

07/04/2017

Dicen que el primer vecino que compró un teléfono celular fue el sepulturero Facekas. Cuando le sonaba el celular los parroquianos que compartían el café en El Cisne cruzaban los dedos pues quien lo estaba llamando era nada menos que la mismísima parca para avisarle que había un finado en las inmediaciones de Casa García.

por
Elías El Hage

En los ?90 el menemismo postuló el más caro de los paraísos: la ilusión óptica de que todo el mundo podía conocer Miami, acceder al cero kilómetro en cuotas y tener el preciado aparato colgado de la cintura. Entonces el celular se transmutó en objeto de poder. Así, un gran invento derivó en fetiche, en el paradigma de la ostentación en miniatura, pues el objeto representó en sus orígenes el caso curioso de la ostentación al revés: cuanto más pequeño es el aparato, más poder (simbólico y funcional) tenía, y más caro costaba.

 

Quien tampoco dudó en incorporarlo a la vida cotidiana, atreviéndose a lo desconocido, es el estrato social que defiende los valores de la Tradición. Eso fue lo que hizo un paisano al que aquí referiré bajo el pudendo apodo de Estanislao.

 

El hombre se vino para Tandil y compró al contado el mejor celular en existencia, al que aprendió a usar sin mayores contratiempos, porque en la época que refiere esta historia los celulares no parecían objetos cibernéticos, como ahora, en los que uno puede enviar un e-mail, hablar sin manos o apretar una tecla y ver cómo el aparato se convierte en un bidé. No. El celular que adquirió Estanislao era aquel Nokia antiguo pero irrompible dotado de las funciones más primitivas. La tranquilidad de poder comunicarse con el rancho permitió que el móvil se le hiciera una costumbre en la faja, y hasta había encontrado el sitio justo para acomodarlo, al lado y paralelo al cuchillo con vaina de plata. Por eso aquella mañana en que arrancó de Vela para Tandil a formar parte del desfile del Día de la Tradición, el Estanislao no pudo imaginarse la jugarreta que le tenía preparada el Destino. Porque el gaucho venía luciendo su más empírico atuendo por los adoquines de Rodríguez, cuando la concurrencia aposentada sobre el cordón registró que el jinete era el Monumento a la Tradición de carne y hueso: el flete impecable, las botas refulgentes, el facón, el sombrero, las bombachas sin una arruga y el pañuelo bordó doblado al cuello.

 

Impertérrito sobre el pingo, el paisano tomó por Belgrano y encaró hacia el palco principal donde lo aguardaba el teniente coronel de caballería de a pie don Julio J. Zanatelli. De modo que el gaucho se dispuso a florear su criolla estampa delante de las autoridades. En ese exacto momento ocurrió lo insólito. Porque al Estanislao, cuando estaba pasando justo frente al palco principal, le sonó el teléfono celular, incómoda circunstancia que desacomodó la gallarda figura del gaucho velense y despertó las risotadas del amable público. Así que primero tuvo que soltar las riendas del matungo; después, nervioso, debió manotear el Nokia, y por último atendió la comunicación, registrando los presentes la discusión conyugal más inesperada de la mañana. "¿Qué hacés, boluda? ¡Cómo me vas a llamar justo ahora que estoy pasando por el palco!", le ladró, colorado como un tomate, el Estanislao a la esposa. Lo aplaudieron más por el contrasentido estético (era como verlo a Martín Fierro jugando al videogame en la computadora) que por su pinta de paisano de pura cepa.

 

Sin embargo la tradición debió padecer un caso aún más tremebundo. Ocurrió hace algunos años a los postres de un asado. Fue cuando el gordo Luis Zaldívar, para impresionar a sus invitados, se le ocurrió cerrar el asado con un acto de destreza criolla formidable. Limpió el cuchillo de los restos de carne, miró a los invitados y señalando su camioneta pronunció la frase célebre: "Señores, los que vayan pal? pueblo que me sigan". Acto seguido empuñó el cuchillo, que tenía una hoja de 35 centímetros, y con un movimiento ampuloso, sin consultar con la vista hacia atrás, pretendió enfundarlo de un saque en la vaina que llevaba cruzada sobre el trasero. De inmediato un alarido de dolor se estampó en los oídos de todos los presentes.

 

-¡Me clavé el facón en el culo! -gritó el gordo.

 

Nuestro recordado personaje terminó en la guardia del hospital con quince puntos de sutura y un tajo descomunal que le dividió el regordete trasero en tres partes. Desde ese domingo nunca más intentó guardar el facón sin relojear la vaina. Los puntos se lo sacaron a la semana y el dolor cedió cuando cicatrizó la herida, pero las cargadas de sus amigos debió padecerlas hasta el último día de su existencia.

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