CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Homero y la burla

09/03/2017

De dónde le venía a Homero Fortunato la irresistible tentación de burlarse de la gente, nadie lo sabe. Sobre todo por el lugar social que ocupaba: miembro de una distinguida familia pionera en el negocio fotográfico y creadora de la ya legendaria Óptica Foto Rembrandt y, entre otras cuestiones, socio fundador de la primera radio AM del pueblo: LU 22 Radio Tandil.

por
Elías El Hage

Eran galardones que lo ponían muy lejos del gran rol por el que se lo recuerda: su inagotable capacidad de burlarse de la gente, algo que hoy -en medio de una sociedad crispada y violenta- probablemente le hubiera costado si no la vida, algo bastante parecido. Pero Homero también, como todos, fue hijo de su época.

Debemos decir que su carrera empezó desde niño, con una precocidad que ya de por sí todo un mensaje. Una mañana se llevó un destornillador a la Escuela 1 y aflojó los tornillos de la campana de bronce con que se llamaba al alumnado al recreo. Cuando el preceptor tiró de la soga la campana se le vino en banda y le consumó un tremendo moretón en el centro de la cabeza. El episodio podría haber derivado en tragedia, pero los burladores son tipos de suerte. Tienen a un Dios privado que los salva del linchamiento. Pues, ¿qué otra cosa merecía Homero la innombrable jornada de 1958 que ejecutó una de las bromas más truculentas que se recuerden en la aldea? A las nueve de la noche, con una excusa pueril, lo sacó del lecho a su amigo, el Flaco Estradé, quien en pantuflas, pijamas y robe subió al auto del burlador sin saber la que le esperaba. Porque Homero ahí nomás dobló la excusa y lo llevó hasta Azul, y luego, ya que estaba, le pidió que lo acompañara a Buenos Aires, y Estradé, cual Monumento a la Ingenuidad, siguió a su lado hasta que al amanecer llegaron a la mítica esquina de Corrientes y Callao. El burlador estacionó el auto y le pidió a su amigo que le fuera a comprar cigarrillos. "Estoy en robe y pantuflas", se quejó Estrade. Pero el kiosco estaba a dos metros, cercanía que lo indujo a cometer el error fatal. Pues apenas se bajó del coche, Fortunato arrancó ¡y abandonó a su amigo en Buenos Aires, en ropa de cama y sin un centavo en el bolsillo! Por mucho menos y con toda justicia lo habrían fusilado en la plaza pública.

Eso mismo quiso hacer un forastero que llegó a la aldea junto a un circo que se instaló en la calle Chacabuco. Maquillado, con una lengua larga y roja, sacaba la cabeza por un agujero de entre una escenografía de cartón piedra y los vecinos debían intentar hacer blanco en su cabeza con una pelota de trapo. Cuando se le tiraba el pelotazo el tipo escondía ágilmente la cabeza, la cual, encima, estaba protegida por una tela, de modo que pegarle en el medio del hocico era imposible dado que si uno lograba embocarlo, la tela salvaba al burlón del bochazo. El forastero estuvo toda la tarde riéndose de los vecinos, quienes dejaron pequeñas fortunas sin poder acertarle un solo pelotazo. Homero tomó nota de la bufonada y se consiguió un proyectil con el cual volvió al circo dispuesto a consumar la venganza. En el momento en que el tipo asomó la cabeza por el agujero protegido por la telita, lo único que vio venir fue un misil blanco, o sea? ¡una bola de polo! que le abrió el marote en su exacta mitad y terminó con el fulano desmayado en la guardia del hospital.

Así, alternaría travesuras de corte épico con bromas pesadas indefendibles. De ello puede dar fe Teresita Arancibia, conocida popularmente como La Globera, mujer que en los sesenta se ganaba la vida vendiendo globos inflados a gas en la esquina de la Plaza Independencia. Una tarde que estaba parada frente al Ideal vio cómo en menos de cinco minutos los quince globos que llevaba atados al piolín se les reventaban solos en el aire. Jamás supo qué había ocurrido aquel día de hace treinta años en que Homero, apostado en el balcón del edificio de Pinto al 500, se dedicó a reventarle los globos con un rifle de aire comprimido. Finalmente, la hora de la derrota llegaría cuando un canterista le colocó subrepticiamente una víbora en la pedalera de la cupé Chevrolet. Homero arrancó desde Foto Rembrandt y cuando sintió el cosquilleo en los pies y miró y vio aquella culebra de espanto, se pegó semejante julepe que se tiró del coche en marcha con el resultado imaginable: el golpazo lo dejó de cama por una semana. Fue una ominosa catástrofe que medio pueblo festejó bebiendo ese néctar de los dioses llamado Venganza.

Alcides, su hermano, no se quedaría atrás en el legado de familia. A él también lo supo merodear la derrota, pero tuvo el temple y la lucidez necesarias para convertir aquel aciago instante en un triunfo de leyenda. Ocurrió la primavera que estando de paseo en Viena se dispuso a bajar de un décimo piso en el ascensor de un edificio de la capital austríaca. Venía bajando solo, pero en el quinto piso un par de mujeres abordaron el ascensor donde se produciría el histórico contrapunto. Eran dos argentinas de pura cepa y porteñas típicas si las hay. Creyéndolo un austríaco más y luego de mirarlo de arriba abajo, la morocha le soltó a su amiga la demoledora señal sobre el tercer pasajero del ascensor. "Fijate la cara de boludo que tiene este tipo", le dijo a boca de jarro. Alcides Fortunato tragó saliva y permaneció impertérrito hasta que el ascensor llegó a la planta baja. Entonces mientras descorría la puerta, educadamente, les dijo a las señoras: "Adelante, por favor. Pasen primero ustedes, las damas".

No es posible explicar el rostro lívido de las porteñas cuando escucharon cómo súbitamente el boludo austríaco se les convertía en el argentino de sus pesadillas. Perplejas, moradas de vergüenza, verdes de estupor, sin saber qué decir ni qué hacer, a las mujeres no les dio el ánimo para salir del ascensor mientras el blasfemado Alcides disfrutaba de la más sabrosa de las victorias: la que se consigue a fuerza de ingenio y fortaleza para convertir el mal trance en un contraataque de estilo sutil e inteligente ferocidad.

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