CRÓNICAS DEL PAGO CHICO
03/03/2017
El Salón Blanco es el ámbito de la ciudad más intimidante para el artista. También lo es para el público, sin el cual el artista sólo sería una mímica vacía frente al espejo. Conjeturo que una energía cósmica, que deviene de la reminiscencia escénica de la época a la que pertenece, lo inunda todo poblando el lugar de una aureola solemne, digna de la clásica fastuosidad del recinto. Es evidente que el salón no fue construido para la realización de una kermesse, y es por ello que se convirtió en el reducto por excelencia del arte culto de la cultura oficial.
por
Elías El Hage
Un concierto coral que ya ocupa una página de oro en
la historia de episodios surrealistas ocurridos, sobre todo, en un contexto
oficial o institucional. El hecho que narramos sucedió durante una alucinante
velada de la década del ?70. Suponemos que ninguna de las doscientas almas que
aquella noche se habían aposentado en el Salón Blanco municipal, dispuestas al
esparcimiento del espíritu, habrá cometido el atropello de condenar al olvido a
una de las más grandiosas perlas ocurridas en tan fausto recinto.
Para empezar ilustraremos al lector con algunos
datos que hacen a la escenografía vivencial donde se consumó el hecho. En el
escenario se disponía a comenzar su actuación un distinguidísimo coro del
interior del país: el Coro de la Facultad de La Plata. En la tercera fila la
maestra jardinera Olga Raquel Zubillaga, sola y con el corazón jubiloso por el
acontecimiento, esperaba el inicio del concierto. Hacía más de un año que
esperaba ese espectáculo, y munida de un ostensible grabador Geloso se había
ido preparada para grabar la actuación del Coro, cinta que conservaría como
recuerdo de aquella noche que al cabo sería, aún a su pesar, gloriosamente
inolvidable. Toda la semana en el Jardín, mientras atendía a sus niños y los
entretenía con esas canciones típicas de la infancia de catálogo (Manuelita, La farolera tropezó, etc.),
nuestra maestra había soñado con un solo instante, el momento de gloria en que
el director arrancara con el concierto para lograr el mérito mayor de un
artista: la suspensión de la incredulidad, el arte de seducir al público hasta
tenerlo a su entera merced.
A la hora señalada el director, de impecable traje y
corbata, se estableció en el centro exacto del escenario, de espaldas a la
gente, y de frente a sus coreutas, quienes lo miraban ansiosamente esperando
que el hombre, con sus dos manos petrificadas en alto, arrancara el concierto.
Y cuando estaba por hacerlo, en medio de un silencio reverencial, uno de esos
silencios que ni los velorios logran, bastó que el director moviera su mano y
toda la masa coral estuviera a punto de abrir la boca, para que en el Salón
Blanco se escuchara este desubicado y truculento cantar: "¡Arroz con leche me quiero casar con una señorita de San Nicolás!".
El director, perplejo, quedó con sus dos manitas
paralizadas en el aire. Y las doscientas cabezas giraron en torno al lugar de
donde había partido la blasfemia. Entonces la maestra jardinera, trémula de
pavor, colorada de vergüenza, deseó que la tierra se abriera bajo sus zapatos.
El actor Pascual Pina, que estaba ubicado detrás de la docente, iría luego a
confesar: "Fue el mejor gag que vi en mi vida". Porque enseguida el distinguido
público presente comprendió lo que había ocurrido: en vez de apretar la tecla
de rec-play para grabar el concierto,
Olga Zubillaga, en un descuido atroz, sólo apretó la tecla play, permitiendo que en ese mismo instante el sanguinario Arroz con leche con el que hacía cantar
a sus pequeños demonios en el Jardín, estallara en el Salón Blanco rompiendo en
mil pedazos el clima del concierto.
Pero lo peor ocurrió después, porque el director,
tratando de recuperarse del ataque de hilaridad que había embargado a su masa
coral, a él mismo y a todos los espectadores, intentó arrancar el concierto
tres veces al hilo sin poder conseguirlo. Pues cada vez que levantaba las manos
para dar comienzo al tema, alguien de la sala se volvía a tentar, y el efecto
era multiplicador de risas sofocadas, toses fingidas, carraspeos y otros tantos
síntomas del carcajeo inevitable, hasta que alguien no pudo aguantar más y
salió corriendo del salón para que acto seguido las doscientas almas huyeran
con los ojos llenos de lágrimas, como si estuvieran disparando del efecto de un
gas lacrimógeno. Así que una vez en la galería las damas y los caballeros se
descargaron de las carcajadas que estallaron sin culpa ni vergüenza, como se
ríe la gente cuando la alegría es verdadera, hasta que media hora después el
concierto pudo dar inicio y llegar a su apoteótico final.
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