CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Última noche de un sereno de los antes

17/02/2017

Le costaba entender los códigos de estos tiempos porque, sencillamente, él era un hombre del siglo pasado, con todo lo que ello implica. Toda su vida había convivido con la extraña sensación de estar despierto cuando la mayoría del pueblo dormía. No supo cuándo empezó a ser sereno.

por
Elías El Hage

Recordaba su primer trabajo, de muchacho, en una estación de servicio, allá por mediados de los 60. "Cuando el pueblo era otra cosa", se decía a sí mismo en las largas noches en vela. En su época de esplendor un asalto era cosa extraña, posible, es cierto, porque para algo los patrones lo contrataban como sereno, pero digamos que no ocurría día por medio, ni dos una vez al mes. Un robo era un acontecimiento. Y el sereno, generalmente, una víctima. Alguien que no iba a dejarse matar de gusto. Lo que más le extrañaba de esta época era el cambio de los códigos de los delincuentes. Antes un chorro tenía valores, decía, como si estuviera hablando de San Agustín. Pero es cierto, lo aseguran hasta los mismos policías. Había una moral primaria entre la delincuencia: no robar en el barrio donde se vivía; no maltratar a las víctimas. También, acotemos, la policía era otra cosa. No era fácil entonces encontrar un comisario multimillonario. Más de una vez el sereno se descubrió preguntándose lo mismo que el personaje de la novela "Conversaciones en la Catedral", de Vargas Llosa: "¿Cuándo este país empezó a irse al carajo".

Ya en el ocaso de su vida como sereno, nuestro personaje vio pasar el pájaro negro del presagio para aceptar que debía acogerse a su jubilación de una vez por todas. Basta de changas, pensó. Ocurrió hace un año. A las tres de la mañana de un martes de febrero, cuando dispuesto a que el largo crepúsculo en que debía estar despierto pasara lo más rápido posible, nuestro sereno, que había sido contratado por una casa de electrodomésticos, se encerró en su oficina y prendió el televisor. Acto seguido buscó en la grilla de Cablevisión el remoto canal erótico Venus.

No lo sabía. No podía saberlo. Ni siquiera lo imaginó porque su trabajo -si de imaginar se trata- era el de estar atentos a lo que ocurriera ya no sólo en su imaginación de celoso cuidador del lugar, sino en todo lo que aconteciera en el exterior e interior del inmueble. Sereno se nace y se hace, suele rezar una de las máximas del oficio. En lenta pero irreversible extinción, el sereno de esta Argentina violenta ha perdido la tranquilidad de antaño. Antes, hace cincuenta años, al sereno se le pagaba para dormir en las estaciones de servicios, los comercios y las obras en construcción donde era contratado. Ahora no. Las cámaras de seguridad, los sistemas de alarmas y toda la parafernalia tecnológica contra el delincuente lo convirtieron a él -es decir al factor humano- sino en un objeto decorativo, sí en un personaje secundario en la lucha contra el delito. A sabiendas de su limitado rol, el sereno de este momento histórico sólo tiene que cumplir a rajatabla un precepto inviolable: no dormirse en horario de trabajo. Así las cosas, antes de enfrentar la noctámbula jornada nuestro sereno se aseguró de que en el salón de ventas todo estuviera en orden. Atisbó que nada sospechoso pasaba en la calle donde se aposenta la empresa de electrodomésticos que cuidaba.

Decíamos que a las 2 y 55 de la mañana el hombre se internó en su pequeño despacho. Una mesa, el mate, la pava, el bufoso imprescindible. Sobre un escritorio el monitor rectangular revelando en blanco y negro las distintas imágenes que aportaban las camaritas ubicadas en los distintos sectores del negocio. Bostezó. Buscó el control remoto del televisor. Para variar se sentía entre somnoliento y aburrido. Hizo zapping hasta el fondo de la grilla, hacia esos canales lejanos de la centralidad mediática. Pero ostensiblemente consultados e inevitablemente codificados. El sereno encontró, entonces, el canal Venus. Sin rayitas. Emitiendo su programación erótica de madrugada. Divertido, se acomodó en la silla y empezó a contemplar una escena de alto voltaje sexual.

No pudo imaginar que apenas cambió el canal de su televisor, todos los aparatos de la casa de electrodomésticos se activaron al unísono. Los del interior del salón y los muchos televisores que estaban desplegados sobre la espaciosa vidriera. Se activaron con una sincronía perfecta y letal: en todas las pantallas apareció la señal de Venus clara como la luna: una rubia escultural y algo plastificada revolcándose en la catrera junto a un atlético pelirrojo con más gym que cerebro, en el paraíso de Adán y Eva devorando la manzana prohibida.

El sereno prendió un cigarrillo, estiró las piernas, bostezó otra vez y miró la escena con más curiosidad que goce. Su mente en ningún momento atisbó a concebir que durante esa larga media hora de proyección cinematográfica, todos los remiseros, taxistas y demás vecinos que venían en sus coches particulares habían clavado los frenos frente a la vidriera del negocio para contemplar un episodio de sexualidad bizarra con tinte surrealista.

"Ese martes llevé a un borrachín de un club de barrio a su casa. También convencí a un tipo que a la salida del Casino quería amasijarse desde el Murallón del Dique, y hasta hice un viaje con el padre de un chico que los zorros habían interceptado cerca del Campus sin el último recibo del seguro. Volví con el pibe y el viejo a las puteadas porque el auto se lo llevó la grúa. Era una jornada para olvidar hasta que pasé por el negocio y me vi la película de Venus gratis. Me salvó la noche", confió, divertido, uno de los tantos remiseros que se detuvo para contemplar la función de cine porno que el sereno de la casa de electrodomésticos, involuntariamente, activó desde su anónimo televisor en el mínimo reducto donde transcurría cada una de sus noches.

Cuando al otro día el gerente de la firma lo llamó a su despacho, el sereno volvió a sentir un inquietante presentimiento: "Hombre, la próxima vez sea más cuidadoso?", lo retó con suavidad el gerente. Era un tipo joven y le daba no sé qué destratar al veterano cuidador nocturno. El sereno supo entonces que había llegado al final del camino. Esa misma noche guardó su equipo de mate en el bolso, se despidió del sucucho con una mirada cargada de nostalgia, firmó la renuncia y se volvió a su casa. A intentar volver a dormir en paz como casi todo el mundo.

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