CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

El comechingón trucho

12/01/2017

Desde tiempos inmemoriales el Sujeto Trucho -por darle esta suerte de categoría social- ha estado presente en la vida cotidiana de los vecinos.

El trucho no es jurídicamente lo mismo que un estafador serial, aunque sus tipologías se rozan y el componente defraudatorio lo habita. Para empezar y como rasgo distintivo hay que decir que el trucho deposita todo su capital simbólico en una fuerte energía de sociabilidad. Es lo que suele llamarse un tipo entrador. Un pícaro. Un tipo con un carisma natural. Alguien que consuma su oficio de aparentar ser lo que no es con una suerte de maestría innata. A la larga, por las indescifrables leyes de la historia y la intuición que rige el sistema inmunológico de los pueblos chicos, al trucho se le cae el maquillaje. Y la verdad, desnuda, queda expuesta ante todos. Hay dos clases de truchos: el autóctono y el foráneo. En esta contratapa exhumaremos el recuerdo de un célebre trucho for export.

Nadie sabe el día exacto que arribó a la aldea. Nadie, tampoco, en el fondo tenía la completa certeza si Gerónimo Guayán -de él se trata- era lo que era o se terminó creyendo un delirio que se le hizo carne en los huesos. Ya no importan estas disquisiciones. Lo único cierto es que a fines de los 90 el hombre se bajó en la Terminal de Ómnibus caracterizado de cacique aborigen comechingón y apareció en la Plaza Independencia como si recién hubiera salido de la toldería. Fue una demoledora movida de marketing que seguramente Guayán tenía estudiada de los usos y costumbres de los pueblos del interior.

La mentalidad conservadora del tandilense típico lo registró con una mezcla de pavor y burla, y su figura provocó el mismo escozor que si hubiera aterrizado un extraterrestre. Describiremos ahora el atuendo del recién llegado. Vestía una camisa de lana con una guayabera, un delantal de chinchilla, un par de sandalias y un tejido de lana y vicuña que lo protegía del frío. Era, como se ve, un aborigen coqueto. El toque de glamour lo remataba con una pluma de águila en la cabeza, un cinturón con guarda y el arma en la mano derecha: una pica de madera que al antepasado de su tribu le servía tanto para cazar como para anestesiar cristianos. El tipo estaba pintado como negra que va al baile. Tenía la cara tatuada con la filosofía del comechingón: la mitad del rostro cubierto por un rojo fuego, símbolo del amor, y la otra mejilla con tintura blanca (en honor a la fiesta), un salpicón azul (símbolo de la frescura) y un trazo negro en señal de guerra.

El aparecido no se detuvo hasta que encontró un Jardín de Infantes. Tocó el timbre. En ese momento los chicos estaban en sus salitas. La directora, impresionada, escuchó su historia. Gerónimo se despachó contra el genocidio de la Conquista de América, desde Colón hasta la Telefónica de España. Luego compartieron los pesares de la discriminación. "Por eso yo estoy dando charlas en los jardines y las escuelas, para concientizar a los chicos sobre este tema tan urticante", postuló el indio. Y arriesgó: "¿Le molestaría que dicte una charla a los niños del jardín?". La maestra dudó pero no quiso ser descortés. El indio se jugó a fondo en su fundante incursión tandileña. "¿Hacemos la charla ahora?", sonrió, seductor, y buscó un espejo donde retocarse el maquillaje.

Las maestras alistaron al centenar de niños en el salón central del Jardín. Los sentaron en tono a un círculo imaginario y fue la directora quien se dispuso a presentar al recién llegado.

-Chicos, hoy nos visita un nuevo amigo. Es un hombre que desciende de la tribu de los indios comechingones y viene a contarnos su historia. Así que les pido que lo escuchemos con todo respeto -pidió.

Acto seguido abrió la puerta de su reducto y el indio apareció en toda su más fantasmagórica dimensión portando aquella indumentaria alucinante. Entonces al verlo los cien chicos, despavoridos, se largaron a llorar al unísono y salieron corriendo en busca del patio como si hubieran visto el mismísimo Lucifer. Sólo un pibe permaneció en el salón, clavado al piso. El indio fue hasta él, lo tomó en brazos y le habló en tono protector.

            -Acá hay un valiente -dijo-, porque vos no vas a llorar, ¿no es cierto?

            -No, don Indio, yo no le tengo miedo? -balbuceó el chico y le temblaba la barbilla por los efectos del pucherito.

            -Así me gusta, no hay por qué tenerle miedo al indio -dijo nuestro inefable aborigen.

            -Nada de miedo le tengo, don Indio?-y cuando ya no pudo aguantar más dejó que el pánico le estallara por los ojos y la boca-: ¡Buaaaaaaaaaaaaaaa, que venga mi mamá, don Indio?! -gritó aterrorizado y rompió a llorar como suelen hacerlo los chicos, de manera estruendosa e infinita, y no cesó con el berrido hasta que nuestro personaje lo dejó en brazos de una maestra, saludó a la señorita directora y se retiró del jardín con el ánimo maltrecho.

Lo demás es historia conocida: una familia que se radica en Tandil demora por lo menos una década en absorber la tandilurización del trasplante: es decir el proceso de asimilación a los nativos. A nuestro indio todo le fue más fácil. Al mes ya había archivado el atuendo aborigen en el ropero, tenía una novia nacida y criada y se paseaba con un Wrangler comprado en La Vitrola. Después de semejante conversión, Gerónimo Guayán ya era uno de los nuestros y parecía que nunca iba a develarse si se trataba de un indio apócrifo o del descendiente directo de un cacique comechingón. Tenía un programa de radio y de vez en cuando iba a dar charlas a los jardines con el efecto cantado: bastaba que el indio asomara la pluma de águila por la puerta para que los chicos, sea por los resabios de la dominación colonizadora o debido al impresionante efecto de su glamour aborigen, todos juntos se largaran a llorar.

Dos hechos al unísono ocurrieron como epílogo de sus correrías lugareñas: la novia, harta de sus fabulaciones, le cambió la cerradura de la casa, mientras un periodista e historiador local le corría la máscara de su impostura. Derrotado, jugado y sin fichas, Guayán encaró para la Terminal de Ómnibus. Y nunca más se lo volvió a ver por la aldea.

Fotografía ilustrativa

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