CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

El Teatrillo y las aventuras de El Chorizo Colorado

23/12/2016

Nadie que lo vivió probablemente se haya permitido el olvido. Ni del legendario Teatrillo ni de las innumerables anécdotas que acompañaron el estreno y la despedida de El Chorizo Colorado. Ambas cuestiones ocurrieron entre el paréntesis de dos décadas: de los 70 los 80, en un Tandil donde iba más gente al teatro que al cine.

por
Elías El Hage

La sala en cuestión tenía 70 butacas y una mística ateniense. Establecida en el subsuelo de la Biblioteca Rivadavia, la energía cósmica de El Teatrillo daba la bienvenida al espectador a través de una puerta de dos hojas. Luego por de la escalera se llegaba a la sala y el escenario. A la derecha había una mampara con una puerta por la cual se ingresaba a los camarines. Según Carlitos Miguens, productor de El Chorizo Colorado, la puerta tenía un orificio hecho con un taladro que permitía ver al público que ingresaba y controlar la taquilla. Su escenario fue testigo de innumerables peripecias. El teatro lugareño registra en su tradición dos sucesos de características inefables.

El primer trance ocurrió una noche de la década del 70. El episodio se desató en medio de una obra clásica: Los días de Julián Bisbal. Su director Pascual Pina nunca podría haber imaginado el albur de semejante escena durante los meses de ensayo que le insumió aquella magnífica pieza de Roberto Cossa. Como suele ocurrir, el director propone y la fatalidad dispone. Casi todo el mundo recordará que la sala contaba con una segunda escalera, la cual comunicaba con la Biblioteca. En plena función no había ningún motivo para que un ser humano o lo que fuere hiciera uso de aquella escalera disimulada entre la escenografía. Es por ello que uno debe imaginarse el desconcierto en el rostro lívido del primer actor Guillermo Marcos cuando en pleno parlamento sintió el ruido de unos pasos en los escalones superiores. Guillermo miró desesperado a Pina y vio que las setenta cabezas del distinguido público enfocaban la escalera. Entonces, como salido del más insondable de los absurdos, apareció una sombra viviente. Pascual Pina se encomendó a todos los santos. "¡Dios! ¡Que no salga al escenario!", rogó para sí con el corazón en la boca. No tuvo suerte. Porque el tipo bajó el último escalón y ganó el escenario portando una expresión fantasmal, como si hubiera entrado en el velorio equivocado. El director lo reconoció por su emblemático sobretodo negro. Era el artista plástico Marcelo Chiurazzi que en esos días estaba exponiendo su obra en la Biblioteca; seguramente le habían dejado la llave del inmueble y en vez de retirarse por la puerta central del edificio había elegido salir por el subsuelo, en una decisión letal que lo iría a hacer famoso en todo el mundillo artístico. Lo cierto es que Marcos enmudeció y el público, de golpe, tomó conciencia de que ese acto no formaba parte del argumento de la obra. El pintor Chiurazzi, clavado en medio del escenario, cegado por las luces, se puso la mano de visera, miró a la gente que lo observaba sin poder creer lo que estaba viendo, y luego de cerrarse los botones del sobretodo pronunció su lacónico saludo.

            -Buenas noches y? buenas noches -dijo y se volvió abochornado por la escalera.

            El segundo acto ocurriría ya en los ochenta durante una función de la obra El Chorizo Colorado, el grupo de humor local que tenía a los Lester y el recordado Piero Montaruli como pilares del elenco. Aquel día una enfermera de Villa Italia decidió disfrutar de su franco acercándose al teatro. La obra transcurría por los carriles normales y el Colorado Julio Lester estaba en pleno monólogo (desempeñaba el rol narrativo de un árbol de la Plaza Independencia que contaba algunas historias desopilantes) cuando sintió los pasos de un espectador tardío bajando por la escalera destinada al público.

El Colorado entrecerró los párpados para no desconcentrarse pero fue imposible: el aparecido se le plantó a dos metros del escenario y empezó a dibujar con las manos un gesto ampuloso que contrarió al actor y sacó de clima al público. El tipo, insólitamente, le pedía un minuto con el índice de la mano hacia arriba. Lester debió interrumpir el monólogo.

-¿Qué le pasa, hombre? -preguntó malhumorado.

-Tengo que ponerme una inyección -fue la respuesta completamente fuera de contexto del aparecido.

-¿Y por qué no te la hacés poner en el Dispensario? -gruñó el Colorado.

El otro, que jamás en su vida había pisado un teatro, soltó la réplica que motivaría la gruesa carcajada del público.

-Porque la enfermera que me pone la pichicata está acá dentro, boludo.

Entonces el actor miró al público y vio que una señora se movía en mitad de sala.

-¿Usted es la enfermera? ?le preguntó el Colorado.

La mujer dijo que sí pero se había arrojado debajo de las butacas y no se decidía a reincorporarse. Lester le pidió que se apurara pero la mujer, a los gritos, le explicó lo que estaba sucediendo.

-Ya me estoy yendo, señor actor, lo que pasa es que me saqué el zapato cuando empezó la obra y ahora no puedo encontrarlo -remató.

Debieron prender las luces hasta que un espectador encontró el zapato en la otra punta de la sala, y nunca se supo qué fue lo más divertido de esa función: si los chistes de los actores o el tremendo gag que consumó el aparecido de la inyección, la enfermera en patas y el zapato que se las tomó.

Para rematarla sobre el filo de la función se cortó la luz. El director, Francisco Lester, apareció con una vela en medio del escenario y pidió al público un poco de paciencia frente al imprevisto lumínico. Todo el mundo creyó que era un gag que estaba preparado de antemano y así el amigo Frank se robó la más grande ovación de la noche.

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