CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Tradición y vanguardia

02/12/2016

Dos estéticas rigen el curso del arte en sus diferentes géneros en la aldea: tradición y vanguardia como paradigmas ideológicos y culturales irreconciliables. Sin embargo, ni unos ni otros lograron entender la quintaesencia del ser tandilense definido por el conservadurismo a ultranza con toques de transgresión quistch al orden constituido.

por
Elías El Hage

El Teatro Cervantes fue testigo de uno de esos saltos a la norma.  Allí tuvo lugar la presentación de La lección de anatomía, pieza que combinaba un texto agudo con un largo pasaje donde las actrices y los actores se desnudaban íntegramente a los ojos del público. Los memoriosos observan que la obra algunos años atrás se había presentado en el Cine Excursionistas, convocando a dos clases de espectadores: los amantes del teatro y los amantes del desnudo. Estos últimos fueron amplia mayoría. También se recuerda la presencia de un inefable personaje que entró a la sala dotado de un poderoso prismático, se ubicó detrás del cortinado y desde allí se dispuso a enfocar las partes pudendas de las actrices porteñas. Pero en plena función un cañón lumínico se desvió involuntariamente y pescó al mirón babeándose con sus binoculares. El hombre fue el centro de las cargadas de los espectadores y la obra logró remontar el mal momento gracias a la profesionalidad del elenco porteño.

Acerca de la dualidad tradición-vanguardia también supo dar fe Cervantes. Mientras los actores del teatro filodramático merodeaban los textos de los clásicos, la vanguardia se adentraba en simbolismos estéticos inentendibles para los aldeanos de fin de siglo. Frente a las desmesuras del absurdo mágico serrano, Juan Carlos Gargiulo concibió una frase célebre, la cual era pronunciada cuando los actores y directores de estos bodrios de espanto le preguntaban su parecer sobre la obra: "Un gran esfuerzo", decía Juan poniendo su mejor cara de poker, frase que el mundo teatral conserva casi como una muletilla.

La adversidad rodea al arte eyectándolo al más riesgoso de los ejercicios. Los fantasmas del Cervantes recuerdan la noche que la actriz Mabel Labordiva, hoy retirada de las tablas, en pleno parlamento pisó la tabla que estaba al lado del proscenio y se desbarrancó del escenario al vacío de la primera fila. Fue un momento de estupor que la mujer, con el pie a la miseria por el golpe, logró revertir a fuerza de amor propio y pasión por el teatro vocacional. Hay veces que la adrenalina del imprevisto obliga a agilizar el ingenio. La noche que al actor Florencio Parravichini debió aparecer por la concha del apuntador, el hombre tuvo la chispa necesaria para salirse del libreto y pronunciar la frase mágica: "Esta es la segunda vez que salgo por aquí", dijo en medio de las sonrisas cómplices de los espectadores.

Arte y transgresión suelen ser sinónimos. Algunos vecinos recordarán la noche en que el dúo artístico más olvidado de la aldea salió al escenario y cometió la menos esperada de las ocurrencias. El poeta Camilo Borga y el pianista Jorge Blanco habían aguardado pacientemente durante una hora que el público se dignara llenar la sala, y cuando por fin todo el mundo se acomodó en sus sillas, el dúo se deseó el merd de ocasión y salió a escena. Pero apenas ganaron las tablas Camilo le dijo a Blanco por el micrófono: "Che, ¿y si nos vamos a tomar un café al Ideal y volvemos en un ratito?". Aquella velada de 1981 en el Aula Magna de la Universidad, en medio de la perplejidad general, los artistas bajaron del escenario, cruzaron la sala y marcharon al Ideal, haciéndole beber a su público la medicina de la espera que los había consumido de ansiedad en ese instante de angustia mortal que es la previa del show. Cuando volvieron del boliche ninguno se había movido de la sala y aquella noche el dúo se mandó la mejor función de su existencia.

Sin embargo aún nadie pudo superar el desenlace increíble de una obra pretenciosa que pasó sin pena ni gloria. Era un embole seudointelectual donde el primer actor se pasaba toda la obra metido adentro de una bañadera. Cuando empezó la función había quince espectadores en la sala, los cuales se fueron levantando uno a uno de las butacas. Mientras tanto el tipo seguía su monólogo delirado e indescifrable. Al filo de la función sólo dos vecinos, por respeto, quedaban en la sala. Se miraron y el que estaba más atrás se levantó y encaró hacia la puerta. Pero, sorpresivamente, volvió a los tres minutos, cuando ya estaba cayendo el telón. Un aplauso de compromiso de cuatro módicas palmas retumbó como un eco lóbrego en la sala semivacía. El actor se levantó de la bañadera y agradeció con una reverencia. Entonces el vecino que había vuelto al teatro, se acercó al escenario y le arrojó un sobrecito que cayó al pie de la bañadera.

-¿Qué es esto? -preguntó el actor, desconcertado.

-Es un sachet de shampú, te faltó lavarte la cabeza -se burló el tipo haciendo gala de su picardía demoledora.

Luego pegó media vuelta y desapareció de la sala. La obra del fulano de la bañadera nunca jamás volvió a presentarse. Y al vecino que le arrojó el shampú le di mi palabra que, a cambio de su anécdota, quedaría protegido para siempre bajo el piadoso alero del anonimato.

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