JUICIO Y CASTIGO

Amores que matan

30/11/2016

No se habían visto nunca. Se encontraron una sola vez, en la casi medianoche del 4 de febrero de 2015. Amores, al volante de la Toyota Hilux, volvía con su hija luego de cenar en un restaurante. El mandadero Herrería llevaba en su moto una docena de empanadas a la casa de un cliente. Ninguno de los dos sabía que en el instante del trágico choque, la historia empezaba a refundarse con un veredicto inédito.

por
Elías El Hage

No fue la fatalidad. No fue el alcohol. No fue (si tomamos en cuenta el fallo aunque por ahora no sepamos los fundamentos) el devenir del relato de una discusión dramática vivida entre el padre y la hija a bordo de la camioneta, trama que con el trasfondo de una tragedia familiar (el suicidio de la esposa de Amores) parece haber urdido la mente del defensor invencible, como un manotazo de ahogado para salvar a su cliente, quien hace rato se había hundido en su temeridad bestial y no menos bestial ajenidad frente al dolor ajeno. No fueron las condiciones climáticas. No fueron fallas mecánicas. No fue el destino. Fue Amores, curioso significante para la paradoja aciaga de esta historia. Un hombre que con tan lírico apellido atropella y mata a un mandadero luego de pasar el semáforo en rojo mientras corre una picada contra un Ford Focus en plena Avenida España, a una velocidad de impacto de entre 83 y 99 kilómetros por hora.

Un hombre de 60 años -como sostuvieron el fiscal Marcos Egusquiza y el representante de la familia Herrería, Dr. Luciano Tumini- es un hombre hecho. De un adolescente se puede comprender un arresto de idiotez o de inconsciencia. No de un camionero que a lo largo de su vida hizo "dos millones de kilómetros sin un solo accidente", como enfatizó el propio Dames. Sin embargo, en esa medianoche irreparable Amores saca arando su Toyota Hilux del semáforo de 9 de Julio y España, pisa el acelerador que abre ruidosamente el motor del turbo y así habrá de cruzar las últimas dos cuadras con semáforo en rojo, del lado izquierdo de la avenida, con media camioneta ocupando el carril opuesto, disputando metro a metro una picada contra el conductor de un Focus que nunca apareció. Tres testigos los vieron y hundieron el relato de Dames: ¿qué padre que está discutiendo gravemente con su hija arriba de la camioneta se le ocurrirá, al mismo tiempo, ponerse a correr una picada con un desconocido? Los jueces parecen haber ido en la misma dirección de los testigos. Pero ni siquiera ese desborde de inmadurez impropia de un adulto resulta tan demoledor como el después de Amores luego de impactar al mandadero. Nunca se acerca al cuerpo moribundo de Herrería; contempla con preocupación las roturas de su camioneta y encima se le ocurre la inopinada idea de amedrentar a un testigo, el taxista Lavayén, y decirle que "lo va a cagar a tiros" si cuenta lo que vio. No hay en Amores el menor signo de culpa ni de empatía por la persona que acaba de atropellar. Tampoco lo habrá después. Va preso y como acto reflejo busca al abogado penalista más prestigioso de la ciudad. Confía en los saberes de Dames y en la mitología que ha crecido en torno a su figura. Y Dames parece no ver, en esos primeros momentos, el oleaje leve que precede al tsunami. El fenomenal cambio de época y de paradigma en cuanto a la vida y la muerte en la vía pública. Y toma el caso confiado en lo que habrá de decirle a los tres jueces durante su vibrante alegato: que no hay nadie en esta ciudad a lo largo de toda su historia que haya ido preso por atropellar a un vecino, aun mortalmente. Y acudiendo a la cobardía del ejemplo (la cita es de Borges) manda al frente pero con decoro corporativo, es decir no nombrándolo, "a un profesional de nuestra ciudad que tuvo un accidente con dos muertos". Y ya sin decoro cita también el caso Espinel. Fue un acto criminal ocurrido en el año 2006 y catalogado como accidente de tránsito que se llevó las vidas de tres jóvenes médicos: Vázquez, Bertini y Ferraro, en el kilómetro 222 de la ruta 226, exacto lugar donde hoy se pueden ver tres cruces blancas. Dames les recordó a los jueces que el desaprensivo conductor se abrió en plena loma y con doble línea amarilla para superar a un camión, en un lugar donde sobrepasar a otro es un homicidio de base y donde abundan los carteles al respecto. Ese sobrepaso terminó con una colisión frontal contra el automóvil en el que viajaban hacia Tandil los tres médicos que murieron en el choque, abundó Dames, para luego suscribir que a Espinel la Justicia "le dio tres años de prisión en suspenso". Es decir, que no fue preso. ¿Por qué entonces Amores sí? ¿Qué conjura siniestra se ha creado en torno a un transportista que durante 30 años al volante no tuvo una sola infracción de tránsito?, pregunta retóricamente el abogado.

Ocurre que a Dames (por más que sea Dames) también lo costó un tiempo entender la sintonía fina de la nueva atmósfera social respecto a los accidentes de tránsito. Si hubiera intuido que la historia iba a terminar como terminó, es probable que no habría tomado el caso, no por el resultado final -en definitiva una contingencia para la que está preparado cualquier profesional del derecho-, sino por el rostro del adversario que lo derrotó. Perdió en principio porque estaba acorralado y tenía todas las fichas en contra. Su cliente ni siquiera le había dejado el margen de la misericordia. Aun así le rogó a los jueces para que fallaran de acuerdo al orden jurídico vigente, sabiendo que todo su enorme prestigio estaba siendo derrotado por el soplo intangible del nuevo paradigma hecho del dolor y la indignación que expresa la opinión pública en la era digital, la era de las comunicaciones en simultáneo, la era de las redes donde una noticia al minuto es viralizada por miles de personas que fundan y forman opinión, al amparo también de una actitud militante por parte de los familiares y amigos de Herrería. A partir de los casos Barrios y Cabello, ya no les resulta muy sencillo a los jueces aplicar la letra siempre más o menos elástica de la doctrina. Hay una mirada que también se ha posado sobre ellos y esa carga, subjetiva pero de altísima potencia  y capital simbólico, hoy también es una parte más entre las partes del todo que componen un proceso.

Tres hábeas corpus le costó a Dames (y el embargo de su casa a Amores) conseguir el beneficio de la prisión domiciliaria para su cliente. Frente al fallo de ayer, ejemplar, histórico e inédito, hay quienes le bajan el precio porque el condenado estará preso en su casa. Cabe recordar que diez de los diecinueve meses que estuvo detenido, Amores lo hizo en una cárcel común y que una condena de la envergadura que dictaminaron por unanimidad los jueces Echeverría, Arecha y Galli, lo convierte en un fantasma del pasado. Preso en la jaula que empezó a construir desde la cálida noche de febrero de 2015 que sacó arando la Toyota Hilux hasta que dos cuadras después se llevó puesto al mandadero y a su propio destino. Había tenido 11 segundos para evitar el desastre y todo lo que hizo hasta el instante final en que por reflejo clavó los frenos, fue apretar el acelerador.

Cubrí este juicio procurando no hacer caso de los lugares comunes o ciertos reduccionismos que suelen deformar la mirada del que tiene que narrar los hechos. Ni el emblema de la prosperidad social -la Toyota Hilux- contra el símbolo de un trabajador en estado de precariedad -su moto-; ni la tentación binaria de reducir el drama a la muerte de un pobre a manos de un rico. La primera tragedia es lo que no tiene remedio: Herrería murió a los 35 años y una estrella amarilla se pinta en el asfalto donde cayó. Pero al dolor de la pérdida, sus familiares debieron sumarle el completo desapego de su victimario. Sospecho que algo de todo esto entrevieron los jueces para darle a Amores la pena de un homicidio simple. Esa ausencia de mínima humanidad, ese forzado pedido de disculpas dicho in extremis, en las últimas palabras de lo poco y nada que balbuceó cuando el juez Agustín Echeverría lo invitó a hablar. Ese perdón a la familia pronunciado sin ganas ni convicción, sin culpa ni arrepentimiento, matizado por la excusa de que no había podido hacerlo ya que tras el accidente enseguida había quedado preso. Amores desconoce el poder balsámico de la palabra. Una carta personal a la madre del mandadero Herrería desde la cárcel hubiera reparado, aunque sea en parte, lo que su acción produjo. Nunca la escribió. Por eso durante el juicio se encontró con las miradas cargadas de dolor y de implacable memoria, los rostros heridos esperando justicia y los gestos impenetrables que halló en los familiares del mandadero las pocas veces que se atrevió a mirarlos. Por eso, aunque jamás recibió un solo desborde, sintió que lo suyo había sido literalmente imperdonable. Y cuando concluyó la lectura del veredicto, en medio de las lágrimas de los familiares de la víctima y el alivio por una sentencia reparadora, pareció que de golpe una brisa fresca abría la puerta del recinto, y que por allí entraba Emilio Herrería, sonriendo, luminosamente vivo, mientras él, Amores, terminaba de morirse con las esposas colocadas.

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