CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

El libro de Archiprete y la bicicleta de Loreto

25/11/2016

Los que habitamos durante muchos años el Bar Ideal sabemos que se caracterizó desde tiempos remotos por trasuntar una cierta ajenidad a los grandes hechos de la historia. Con excepción del fútbol, que congregó multitudes, entusiasmos y decepciones, y que el bar vivió como cuestiones propias y vitales, hay que decir que ninguno de los cuatro o cinco grandes eventos históricos ocurridos en el siglo veinte tocó la médula sensitiva del boliche.

por
Elías El Hage

Ni la Segunda Guerra Mundial, ni el Holocausto (del que probablemente nada se sabía), ni la llegada del hombre a la Luna, ni la caída del Muro de Berlín, ni el golpe de Estado de 1976 o la guerra de las Malvinas, fueron capaces de conmover al boliche como sí lo hicieron los goles de Kempes en el mundial del ?78 o el insólito desafío que un ignoto vecino, dos días después de la muerte de Evita, anunció a sus amigos.

Por aquel proverbio de que Dios los cría y el viento los arrebolaba como barriletes desvariados, ahí estaban, sobrevolando el sagrado cielo del café aquellos personajes que le pintaban al pueblo un instante de impolítica felicidad: Pedro Pablo Paladino, también llamado el Chaplin tandilense; el ya descripto Pito Palante; la Negrita María, el Loco Paco, que remontaba de su Villa Italia natal todos los días de su vida, con un ramo de margaritas que dejaba en la tumba de su madre. Ahí estaban también Octavio Archiprete, el Loco Chaucha, el Bicho Moro, el Pata Prestifilipo y su bicicleta doble tracción (la 4x4 de las bicicletas), y el Loco Montalvo que vivía debajo de un pino en el Parque, Cacheta y Cachafaz y el Loco Pito. También cumplía esporádica asistencia Carlitos de Campo, quien estaba convencido que era hijo natural de Carlos Gardel, y subía al escenario con el estuche de un prismático y una guitarra de mampostería, y cada vez que presentaba el tema "Yira yira" se lo dedicaba a las madres que estaban en la sala. De vez en cuando pasaba por la mesa el Loco Pinchirolli, de sombrero de paja, quien publicaba en los diarios locales un ejercicio humorístico incomprensible y proponía que Tandil fuera gobernado por los artistas. Otro de los visitantes era Culito, también apodado "Linterna", porque se lo cargaba por el culo. Se apostaba de madrugada en la esquina del Ideal a vender El Eco, instancia en donde invariablemente ocurría que una yunta de pibes atorrantes le gritaba "¡Culito!", apodo que lo catapultaba enfurecido tras los pasos de sus burladores, mientras el Barullo Lecuona le prendía fuego los diarios al Bicho Moro, un personaje agrio que ganó súbita celebridad por haberse instalado en la puerta del Colegio de la Sagrada Familia para exhibir sus genitales a la vista de las señoritas alumnas, las señoras maestras y las reverendas hermanas superioras.

También compartía la atmósfera del Ideal un vecino de la periferia: Loreto Iguiñez, que hasta ese día era un auténtico desconocido. Por entonces no existía el Guiness pero sí un registro mundial de marcas a batir, lo cual es lo mismo. Loreto era el prototipo de una especie que el tiempo extinguiría: el peronista de Perón, el que había colgado el cuadro del general subido a su caballo blanco en la cocina de su casa, el que celebraba la máxima consigna del costumbrismo resignado (del trabajo a la casa y de la casa al trabajo), el que había tomado como vocabulario de su hablar cotidiano la dialéctica del general. En su boca brotaban a cada rato y por cualquier razón términos como "contreras", el "imperialismo", los "cipayos".

Loreto llegó temprano al bar y apenas se aposentó en la silla anunció: "Voy a batir el récord mundial andando en bicicleta". "Dejate de joder, che", le dijo Pedro Pablo Paladino. "¿A qué no?", lo azuzó Octavio Archipetre. Al Octavio casi nadie lo conocía por ese nombre sino por el mágico apodo de "El Hombre Orquesta". Archiprete era sastre. Su tarjeta de presentación destilaba un humor sardónico: Sastre para deformes, se leía. Pero su vocación era la música. Después de integrar como clarinetista la orquesta típica de José Maisano había iniciado su desaforada carrera de músico solista armado de tarros, ollas, cacerolas y otros enseres domésticos con que recorría los bares y las tertulias de la época. Era un luthier del estrépito y, tal como ocurría con Pedro Pablo Paladino, se había hecho acreedor de una momentánea notoriedad pública. Era lo que el pensamiento lineal suele definir como un loco simpático. Había escrito un libro esotérico que hablaba de los "corpúsculos luminosos", y que tituló "¿Por qué vivo yo?", opúsculo que envió a un editor de Capital Federal. La respuesta que recibió fue largamente festejada en el café. "He leído su libro y le digo que usted vive aún porque no me trajo el libro personalmente", lo lapidó el editor.

En tanto Loreto había dejado la bicicleta en la puerta del Ideal y esa fue la última imagen que vieron de él los parroquianos del café. El récord, según un antiguo libro que había en la Biblioteca Rivadavia, lo tenía un austriaco de nombre hermético. El hombre había pedaleado sin parar durante cinco días con nueve horas y veintisiete minutos. Loreto Iñiguez eligió como circuito para su épica aventura el contorno de la Plaza Independencia, lo cual favorecía la visual pero sobre todo la comodidad de los parroquianos del Ideal. Sin moverse de sus sillas iban a poder ser testigos de la travesía de Loreto y su incierto desenlace. Al lado del quiosco de doña Estrella Pavioni la Fuerza Aérea estaba exhibiendo su mayor orgullo: el Pulqui II, el primer avión a chorro como veían los tandileros. Loreto arrancó su duelo contra la Historia en medio de la apatía de sus vecinos. En las mesas del Ideal, cada vez que pasaba por la esquina de Rodríguez y Pinto, especulaban que esa sería la última vuelta. Cuando se hizo de noche y lo vieron pedaleando entre las sombras, como si fuera un fantasma de sí mismo, la gente comenzó a acercarse a la plaza. Al amanecer del primer día Loreto Iñiguez estaba en boca de todo el pueblo.

-¡Vamos Loreto!

-¡No le afloje, campeón!

Ese era el tono previsible de las consignas de aliento que Iñiguez recibía de sus vecinos cada vez que pasaba pedaleando a ritmo sostenido por la esquina del bar, el frente del Palacio Municipal o el vértice donde se levantaba, suntuoso e inalcanzable, el Palace Hotel. Lo sostuvieron en marcha porque en cada esquina había un voluntario que le alcanzaba botellas de agua, bananas y naranjas para reanimarlo del sopor y la fatiga; su orgullo era tan homérico como su necedad, la cual le impedía admitir la dimensión del mayúsculo equívoco en el que solito se había metido. "Morirá pedaleando", comunicó solemnemente Archiprete. Pero al tercer día la imagen de Loreto se transfiguró en una máscara petrificada de sudor, que por inercia dobló en Belgrano y enfiló hacia el Palacio Municipal con la bicicleta bamboleante y las piernas entumecidas. El epílogo a tanta desmesura se escribió en tono bizarro. Antes de perder el conocimiento, Loreto gritó lo que al cabo serían sus últimas palabras sobre el desventurado episodio: "¡Viva Perón, carajo!". Y trascartón se derrumbó, inconsciente, justo cuando pasaba frente al palco municipal que a último momento habían levantado las autoridades, por si la hazaña llegaba a concretarse. Se había caído como un espantapájaros derrotado cuando todavía le faltaba un día y catorce horas para alcanzar el récord. Pero esa no sería la última vez que un parroquiano del café intentaría trascender los grises días del anonimato provinciano.

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