CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Otras postales de la civilización perdida

11/11/2016

Crónicas del Pago Chico, por Elías El Hage. Contratapa del Semanario El Diario de Tandil.

por
Elías El Hage

LA GARITA Y KID LONA

Entre los objetos fantasmales de la civilización perdida de aquel Tandil de mediados del siglo pasado está la garita de policía con que se ordenaba el tránsito. En el interior de la garita que se levantaba en Pinto y Rodríguez solía verse un policía que también era boxeador. Le decían Kid Lona, por su escasa enjundia para enfrentar al púgil contrario. Su presentación boxística consistía en una rutina que lo hizo célebre: subía al ring y apenas sonaba la campana dando comienzo a la pelea, ante el primer golpe que veía venir del contrario, se tiraba aparatosamente a la lona. El periodista y crítico de boxeo Marcos Vistalli solía recordar la anécdota, la cual remataba con un final apoteótico: la única pelea ganada por Kid Lona ocurrió durante un combate donde su adversario se tiró primero que él. El policía Kid Lona había custodiado la primera garita de policía que, dicen, exhibió el pueblo: la que estaba en la esquina de la Avenida España y Rodríguez. Pero ocurrió que una tarde un camión sin frenos la pasó por arriba. Grande fue la sorpresa cuando el comisario Tumini no encontró los restos de su subordinado bajo los escombros, sino que lo halló a cuatro cuadras de allí, en el Bar 9 de Julio, tomándose una ginebra. Debía echarlo de la fuerza, pero le dio una última oportunidad y lo destinó a la garita de la esquina del Ideal, donde cumplió su función de ordenar el tránsito hasta que un domingo en horas de la siesta un borracho la pasó por arriba a bordo de un Sedan Graciela, el auto peronista también conocido como La Gracielieta. El policía Kid Lona, que había ido a comprar cigarrillos al kiosco de Doña Estrella Pavioni, vio en ese segundo episodio una ineluctable señal del destino y desde ese día renunció a la fuerza.

 

EL FAKIR ESTAFADOR

Cuentan que el tipo era un correntino cincuentón. Un amanecer apareció en la Plaza Independencia cargando su aspecto magro con una valija de cartón piedra en la mano. Se detuvo en el lugar donde paraban los vendedores ambulantes y preguntó acerca de las variedades artísticas que menudeaban el pueblo. Reparó en que no tenía mucha competencia. Por entonces la aldea no pasaba de las cincuenta mil almas y en aquellos años, principios del sesenta,  el biorritmo tandileño estaba imbuido de la cadenciosa siesta provinciana. Para decirlo en criollo: no pasaba nada y cuando pasaba algo sucedían cosas menores, como la llegada del correntino con cara de buscavida. Lo cierto es que después de tantear el ambiente el tipo se escondió detrás de la palmera de la plaza, abrió la valija, sacó un turbante y se colgó al cuello el megáfono con el que se dispuso a proclamar la buena nueva. Para la dama y el caballero, anunció, a partir de ese mismo día la pujante comunidad tandilera iba a poder apreciar por primera vez y en vivo y en directo la mítica presencia de un fakir acostado sobre su cama de clavos.

El comisario Héctor Tumini lo semblanteó con el ceño fruncido. Se trataba de un hombre que tenía una bien ganada fama de tipo duro cuyo lema de vida era: "A mí me pagan para defender a la gente inocente". El correntino resistió el interrogatorio invocando la libertad de trabajo. Según la ley no había ningún artículo que prohibiera la presencia de un ayunante en la vía pública, y mucho menos si el fakir, en ejercicio de su arte, no le venía a sacar la comida a nadie sino todo lo contrario: a hambrearse por el lapso de tres días, heroica abstinencia que la gente recompensaría a voluntad, es decir dejando unas monedas tras la consumación del espectáculo.

Así las cosas el fakir se instaló en un terreno baldío frente a donde hoy se levanta el Banco Santander. Cavó un pozo rectangular, se metió adentro y se cubrió con una tapa de vidrio. De modo tal que todo vecino que pasaba por la sepultura viviente no podía resistir la tentación de pegar la ñata contra el vidrio y echarle una mirada al correntino, quien, tal como lo había prometido, estuvo tres días sin salir de su ataúd de tierra y cristal. La primera semana hizo una pequeña fortuna y la segunda duplicó la ganancia. El comisario Tumini empezó a olfatear un olorcito a fraude. "Por más fakir que sea no hay cristiano que aguante dos semanas sin echarse nada al estómago", evaluó. Entonces le ordenó al cabo de la dependencia que se escondiera disimuladamente a unos cuantos metros del nicho del fakir y se pasara la noche de imaginaria, es decir de guardia y despierto observando las novedades. A las tres de la mañana de la primera noche el cabo vio que el fakir corría la tapa del sepulcro y se perdía, sigiloso, a la vuelta de la esquina. El cabo lo siguió y comprendió la trampa: a esa hora no había un alma en el pueblo, entonces el fakir aprovechaba para alimentarse en el restorán Los Dos Leones. "Dejamelo a mí", le dijo el taquero. Esa noche Tumini se vistió con su mejor percha de comisario y a partir de la una de la mañana se estableció pegado al sepulcro del fakir, mirándolo de reojo. Así estuvo dos noches seguidas, vigilando al embaucador, hasta que al tercer crepúsculo el fakir, deshidratado y muerto de hambre, descorrió la tapa de vidrio y aceptó la derrota. El comisario levantó al correntino del cogote y se lo llevó a La Giralda, la parrilla del Toto y la Chola Anit, donde el pobre tipo se devoró hasta el mantel de la mesa. Después Tumini combinó el gesto humanitario con la patada en el trasero: pagó la cena del estafador y lo cargó en su propio auto hasta la estación del ferrocarril donde lo despidió con una advertencia. "Acá no me pisás más", le dijo. Y así pasó.

 

UNA DE PIERRONI

La historia lo signa como uno de los mejores fotógrafos del pueblo chico al que retrató con maestría. Pero si algo distinguió a Carlos Pierroni del resto de sus colegas fue su peculiar carácter. Testimoniado en la anécdota de la cual fue protagonista y trascendió su época cuando se negó a retratar a una pareja de recién casados. El flamante matrimonio llegó al estudio del fotógrafo italiano y hubo algo, nadie supo qué, en el rostro de la novia que alteró a Pierroni.

-Venimos a que nos saque la foto de casamiento -anunció el muchacho.

El fotógrafo lo miró y luego se detuvo en la figura de la joven esposa.

-A usted si quiere le saco, pero a ella no.

Perplejo, el marido preguntó cuál era la razón de semejante desplante.

-Porque no me gusta -dijo Pierroni.

Y, en efecto, la foto nunca ocurrió.

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