CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Memorias de Elena C

20/10/2016

El único negocio de sesgo cultural que se le ocurrió al empresario Juan Vicente Martínez Belza (Juancho), duró poco. Fue, casi, una ilusión óptica. Se trató de la sala teatral Elena C, nombre con que -dicen- decidió homenajear a la figura de su hermana.

por
Elías El Hage

Pero, lamentablemente, Elena C no quedará en la memoria como un registro donde se estrenaron piezas memorables, tradicionales o de culto. Es más, el breve apogeo y posterior ocaso del lugar puede describirse en la parábola de su trayecto: comenzó como una innovadora sala teatral que desafiaba el primer problema de carácter ontológico para el ser tandilense: a los vecinos no les gusta mucho ningún lugar al que se deba acceder a través de escaleras hacia arriba o escaleras hacia abajo. Nadie sabe bien por qué, pero las escaleras son un tema. Desde la escalera mecánica de la Galería de los Puentes (que deparó un climax orgásmico nunca más visto en el pensamiento mágico local), hasta otras escaleras que oficiaron como verdaderos contratiempos a la hora en el que la clientela decidía el ingreso a un lugar. (Digresión: una de las pocas escaleras que venció este tabú fue la que conducía a las alturas de la confitería Moritat).

Bueno, Elena C tenía una pronunciada escalera hacia arriba. La aclaración tiene su sentido, porque se cree que son más temibles en términos comerciales las escaleras hacia abajo, como la que lució el último recinto sobre calle Rodríguez donde abrió sus puertas Vereda Musical, el negocio del entrañable Moncho Techeiro. En verdad, no sabemos cuánto influyó la escalera en la mala hora de Elena C. Ubicada sobre Sarmiento, a pasitos de Rodríguez, la sala teatral comenzó a extinguirse lentamente. Y pronto dio su primer paso hacia la catástrofe cuando se recicló en una tanguería. Hay que apuntar una curiosidad: bingos y tanguerías son negocios malditos en esta comarca. Lo cierto es que meses después que en una divertidísima conferencia de prensa el escritor Jorge Di Paola lanzara Elena C su candidatura a intendente -donde prometió no hacer ninguna obra para la ciudad-, ocurrió el único hecho por el cual la sala teatral merece ser recordada. No, claro, por su materialidad trágica, dado que en efecto fue una desgracia lamentable, pero sí por su contexto y el devenir de todo el episodio, desde que se desató hasta que concluyó.

Ocurrió un viernes de invierno cuando Elena C ya casi no era Elena C: Belza había concesionado el lugar a un músico para que lo transformara en una tertulia tanguera: el Negro Dalman. Y sin imaginar lo que habría de ocurrir la primera velada en que la sala teatral se pobló con los acordes de ese sentimiento que se baila, según reza el lugar común. Aquí aparece en escena el personaje principal de esta crónica. Lo llamaremos como don Fulgencio Barrientos. El viejo Barrientos.

Aquella noche el hombre sintió que era su noche. Había cruzado los 70 años, se sentía resplandeciente y lo habían asaltado unas ganas irrefrenables de mover el esqueleto al compás del dos por cuatro. Antes de eso, Barrientos cumplió con el ritual de la previa bailable; se internó en la desmesura gargantuesca de una opípara parrillada en Al Ver Verás. Y luego de la cena se mandó para el bailongo.

Apenas entró a Elena C estuvo un rato dando unas vueltas alrededor de las mesas donde planchaba la concurrencia femenina, aclimatándose al ambiente. De pronto en medio de la penumbra vio a una veterana que prometía, una pechugona de breteles ajustados que lo campaneó desde la mesa. Ahí nomás nuestro hombre le pegó el cabezazo. La morocha, sin un resto de histeria, aceptó el convite. La pareja copó la pista y se adueñó de la escena. Bailaron las primeras dos piezas con una autoridad suficiente. De golpe, apenas empezó el tercer tango, el viejo palideció y sin decir palabra cayó redondo en medio de la pista. Un infarto. De inmediato la orquesta cesó la música. El Negro Dalman, a cargo de la organización del baile, se acercó al infartado, le tomó el pulso y se dio cuenta que el hombre había fallecido. Desde el suelo miró hacia arriba y vio un montón de cabezas enfocándolo a través de la penumbra. "Calma, muchachos, calma", dijo, sudando. Luego levantó de las axilas al anciano y lo sentó en una silla. Volvió a mirar a su alrededor y reparó que las parejas de baile no salían de la parálisis que había acontecido tras este desgraciado hecho. Entonces, para que el bailongo no descienda en intensidad, gritó a boca de jarro: "Señores, el abuelo ha sufrido un pequeño desmayo pero ya está totalmente recuperado. ¡Que siga la farra!".

La música volvió a atronar las paredes del reducto. El Negro acomodó al finado en la silla y para disimular comenzó a hablarle al oído, a mantener un diálogo alucinante con el muerto. La escena, sin duda, había adquirido una impronta surrealista. La clientela retornó al baile hasta que llegó la ambulancia del Hospital para llevarse al viejo. Al escuchar el ruido de la sirena, el anfitrión detuvo a los paramédicos en la escalera del local.

-¿Qué hacen? Estoy en pleno bailongo -protestó.

-Tenemos que llevarnos al señor que se descompuso -le dijo el médico.

El Negro, desesperado, pidió un minuto y al tranco largo volvió al salón. Apagó las luces y cuando quedó todo a oscuras se cargó al viejo sobre los hombros y lo subió a la terraza. Allí, a cielo abierto, los médicos constatando el colapso del viejo, acostaron al desventurado en la camilla, lo taparon con la sábana y le dijeron al organizador del bailongo que no tendrían otro remedio que bajar al occiso por la escalera del local.

-¿Me van a pasar al finado por el medio del salón? -se quejó el Negro airadamente.

El paramédico estuvo a punto de perder los estribos.

-¿Y por dónde quiere que lo bajemos desde acá arriba? ¿En helicóptero quiere que lo bajemos? -gritó.

Entonces, acaso sin saberlo, el Negro Dalman reparó en una de las jugarretas más eficaces que enseñan los manuales de táctica de guerra: el arte de engañar al enemigo. Así, volvió al salón y ejecutó una maniobra de distracción fulminante. Apenas vio llegar la camilla amortajada desde la terraza agarró el micrófono y le pidió a la orquesta que arrancara con una violenta chacarera. "Damas y caballeros: ¡saquen los pañuelitos!", les gritó a los que estaban bailando en el medio de la pista. Y así, disimulado entre el jolgorio de la chacarera y el revoleo de los pañuelos, los médicos lograron sacar de la tertulia -y sin que nadie se diera cuenta- al pobre viejo que palmó bailando.

Es el único episodio que los memorialistas recuerdan de la historia de la sala teatral que fundó y fundió Juan Vicente Martínez Belza. Ése y el lanzamiento de Dipi como candidato a intendente que transmitió en vivo y en directo LU 22 (Huyamos de Aquí).

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