CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Circos y credulidades

14/10/2016

No sé bien por qué nunca me gustaron los circos. Hace muchos años el circo era una de las pocas atracciones que llegaban al pueblo, sin embargo había como una atmósfera sombría, algo dentro y en derredor de la carpa que entonces no sabía explicar y que ahora sólo describo como cierta escondida tristeza en el devenir errante.

por
Elías El Hage

Porque además los circos que llegaban al pueblo, entre los años 50 y los 70, eran circos de lástima con animales viejos, si los había, y carromatos desvencijados. Sin embargo, en esas décadas el pueblo vivía como en estado de gracia, como poseído de una condición angélica, y la credulidad dominaba la atmósfera de aquella comarca habitada por 70 mil almas. Era en cierta medida un pueblo virgen de defraudaciones y cada circo que llegaba traía consigo el ángel de la ilusión.

Hubo dos circos que fueron el ejemplo más redondo de esa bohemia y fantasiosa precariedad. Uno, el célebre circo Papelitos; el otro, el circo de los Hermanos Iñiguez.

Se sabe que el dueño del circo Papelitos era un italiano excéntrico, una suerte de rufián simpático vestido con una camiseta, smoking y alpargatas, y que una mañana dio la Vuelta al Perro montado arriba de un elefante rengo y con un loro sobre el hombro. Llevaba un megáfono para anunciar la fabulosa presencia del circo más loco del mundo. Se trataba de un circo antiguo, es decir con un menú artístico completo. Bajo su carpa instalada en el Puente del Azul se representaba no sólo la exhibición de animales, hombres que lanzaban fuego y payasos; también tenía lugar la función de teatro y el conjunto musical en boga de la época. Fue un circo que de alguna manera entró en la historia por el fraude ocurrido en la póstuma función, luego de que el italiano comunicara a los vecinos con la boca prendida al megáfono una presencia estelar para la función despedida. Eran los años donde estaba de moda el folclore de Los Fronterizos y Los Chalchaleros. Por eso el Tano anunció a precios  populares el espectacular recital de Los Cantores del Alba, conjunto folclórico que era la revelación de la temporada, algo así como Los Nocheros de esta época.

Esa noche el circo desbordó de un público entusiasta cuando el Tano, exultante, le habló a la concurrencia:

-¡Damas y caballeros! Ha llegado el momento de presentarles lo prometido? Con ustedes? ¡Los cantores del alba! -gritó y una cerrada ovación coronó a sus palabras.

Pero trascartón el aplauso quedó congelado en un silencio estupefacto, y en las caras de los centenares de vecinos que habían pagado la entrada se dibujó una mueca de perplejidad irremontable. Porque los cantores del alba aparecieron en toda su más absurda dimensión. Se trató de cuatro empleados del circo que subieron al escenario? ¡con cuatro gallos abajo del brazo! Fue un largo minuto de atontamiento general. Después empezaron a volar los bancos y los insultos por la estafa consumada pero el Tano ya tenía todo planeado. El circo se fugó esa misma noche ante el desencanto de todos.

El circo de los Hermanos Iñiguez también cultivaba en su rutina el acto de la función teatral abordando un clásico de la literatura criolla: Juan Moreira (obra que el mundo teatrero es considerada unánimemente como una pieza yeta). Los Iñiguez cultivaban una costumbre muy en boga de los circos de antaño: la "contratación" de extras para ocupar los personajes menores de la obra, y esos extras, naturalmente, eran vecinos que aceptaban el papel con tal de entrar al circo gratis.

En este contexto aparece sin duda el extra más recordado en la historia circense local: fue un vecino de la periferia agrícola. Y se trató de un caso atípico. El hombre no quería ser actor, no quería ser famoso, no era cholulo ni quería llegar a Hollywood para seducir a Marilyn Monroe. Era simplemente un jornalero al que le gustaba el espectáculo circense. Aquella noche el hombre se acercó al baldío de la calle Alberdi donde se levantaba la carpa desteñida y estoica. Sin una moneda en el bolsillo, nuestro jornalero escuchó la oferta que uno de los Iñiguez lanzó al puñado de vecinos que estaban esperando entrar de garrón.  "Necesito un extra que enfrente a Juan Moreira. El que se anime mira gratis la función", ofreció. El jornalero, que jamás había probado la adrenalina escénica, aceptó el desafío. Iñiguez le dijo que bajo una mesa de caña, ubicada en el centro de la pista, estaría escondido el apuntador, por si la memoria le fallaba en lo único que tenía que decir al momento de enfrentarse a Juan Moreira: "¡Defendete, maula!". Dicho esto debía dar un paso adelante y simular un ataque sobre el protagonista de la obra. Esa noche aquel circo de miseria estaba repleto. A la hora señalada el jornalero recibió el facón de utilería y esperó la orden del patrón. Iñiguez tiró el escarbadientes -contraseña previamente acordada-  y nuestro héroe se mandó para el escenario. Lo encontró a Juan Moreira de espaldas y ahí nomás le gritó:

-¡Defendete, maula!

Moreira sacó el facón y se le vino encima. El jornalero se pegó semejante julepe que retrocedió espantado hacia la mesa donde yacía escondido el apuntador de la obra. Y mientras reculaba, sin querer, le pisó la mano al apuntador. El hombre, dolorido, le susurró: "Me estás pisando los dedos". Entonces nuestro jornalero, sin dejar de faconear a Moreira, gritó para la posteridad:

-¡Me estás pisando los dedos!

Acto seguido los hermanos Iñiguez debieron suspender la función.

Foto ilustrativa

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