CRÓNICAS DEL PAGO CHICO

Gisella, del Bar Ideal al Salón Blanco

26/08/2016

Cuenta la historia que el Bar Ideal ignoró el aparato de televisión hasta bien entrada la década del setenta, pero se infiere que había razones que iban más allá de una inversión económica para un negocio que nunca tuvo problemas de esa índole.

por
Elías El Hage

Existía la certeza de que la llegada del televisor al bar iba a atentar contra el alma del café: la conversación. Ya algunas cuestiones periféricas a la televisión, los juegos de ajedrez o de barajas, que muy efímeramente se jugaron en las mesas del Ideal, habían traído polémica entre los parroquianos. Cuentan que la última partida de ajedrez que se jugó en el bar fue la comidilla de toda la clientela, porque provocó un severo disgusto matrimonial. El matrimonio que era propietario de la casa de fotografía Bellas Artes donde hasta hace un tiempo abría sus puertas la Florería Iris amaba jugar al ajedrez. Pero si algo no soportaba el fotógrafo y compositor austriaco Luís del Sterk Zhonyi era que su mujer, la pianista Gisella, le ganara una partida, y mucho menos con público presente.

Eso fue, precisamente, lo que ocurrió. Porque cuando Sterk Zhonyi intuyó que tenía la partida perdida, de lo más hondo de su orgullo de macho herido le nació el manotazo de furia que dio de lleno contra las piezas y el tablero, en medio de la unánime carcajada. Un alfil volador fue a dar contra la cabeza del Gallego Fernández -encargado del bar-, quien desde ese instante dispuso la proscripción del ajedrez, sin que a nadie, ni a los sucesivos dueños, ni a los parroquianos que ni siquiera supieron del episodio por tradición oral, se les ocurriera pedir por la vuelta de las cajas y los tableros que fueron a parar al sótano del boliche.

Gisella, entonces, cambió el ajedrez por el piano, momento en que conviene introducir una somera digresión a la crónica. Hay en los pueblos pequeños, se cree, tres tipos de locos. El loco lindo; el loco chapa que se piró de verdad y los locos moderados, esos tipos que alguna vez en la vida cometen una locura impredecible. Una de las perlas más extraordinarias que ocurrieron en la aldea y que ejemplifican ese acto de inconsciencia súbita, ocurrió hace unos cuarenta años. Y Gisella fue su protagonista.

Tras la airada disputa conyugal en el Bar Ideal, Gisella del Sterk Szonyi cruzó la plaza y pidió hablar con el Director de Cultura del municipio. El historiador Daniel Pérez imaginó lo que se venía. Hacía ya unos cuantos meses que cada vez que se topaba con Gisella, la mujer le pedía que le diera el Salón Blanco para la ejecución de un concierto de música clásica. Pérez nunca la había escuchado tocar y todo lo que sabía era por boca de la protagonista, quien le había mostrado una foto donde se la veía ejecutando el piano nada menos que frente a la mismísima reina de Inglaterra. Aun así, el historiador desconfiaba, pero puesto entre la espada y la pared ya no le quedó ánimo para inventar una excusa que imposibilitara la realización del concierto.

La noche de la función, el fasto imponente del Salón Blanco del Palacio Municipal había obligado al público a llevar el atuendo de gala que ameritaba la ocasión. En primera fila, atento al protocolo, estaba el director de cultura, algunos funcionarios, el intendente y su esposa. También el marido de la pianista. En las filas siguientes sobresalía un público expectante, compuesto por los familiares de Gisella, amigos y algunos clientes de Bellas Artes, la casa fotográfica del matrimonio.

La pianista abordó el escenario con el rostro excesivamente maquillado, el cabello sujeto a un altivo rodete y envuelta en un vestido blanco de tules desorbitados. Saludó haciendo una reverencia y se sentó en el taburete. "Oia, no trajo las partituras", pensó Pérez. Un hondo silencio se estableció en la sala. Entonces Gisella apoyó las manos en las teclas y acometió con los tres primeros acordes de La Consagración de la Primavera. Acto seguido quedó paralizada contra el piano, como si la yema de los dedos se le hubieran pegado contra las teclas. Luego giró violentamente la cabeza al público y con una expresión trémula, dijo a viva voz:

-¡Se me olvidó!

Trascartón se levantó, saludó con un gesto demudado y desapareció del escenario. El público, estupefacto, dejó el Salón Blanco sin registrar que habían sido partícipes de una escena mítica. Fue el concierto más corto en la historia de la comarca. Siete segundos de pánico musical le bastaron a Gisella del Sterk Szonyi para inmortalizar su acto de mayúscula inconsciencia.

El tiempo, como es usual, se llevó todo por delante: el Bar Ideal no existe más. La casa Bellas Artes tampoco. La Florería Iris menos. Nadie juega al ajedrez en los bares y el Salón Blanco, después de recibir en 1964 la presencia de la princesa Benedikta de Dinamarca, que se asomó al balcón del Municipio para saludar a la multitud luego de inaugurarse el monumento a Juan Fugl, cambió la sorpresa glamorosa de una visita de sangre azul por el paso de una celebridad mundial con sabor a nuestro: hace días fue Juan Martín Del Potro el joven tandilense que salió al balcón del recinto para saludar a la muchedumbre tras ganar el la medalla de plata en los juegos olímpicos de Río. Sólo un apellido es el mismo a lo largo de toda esta ondulante historia: un Lunghi (Pepe) era el intendente en aquellos días en que el pueblo se conmovió con la llegada de la princesa danesa, y otro Lunghi (Miguel) es el jefe comunal que recibió a Delpo en su hora más gloriosa.

El Salón Blanco sigue allí, esperando con su fastuoso clasicismo y solemnidad que lo mejor de la vida -la aparición de un ridículo inesperado- convierta un hecho menor en un acontecimiento grotesco, literario e inolvidable.

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