Opinión

El niño pobre y el niño rico

31/10/2015

Podrían haberse cruzado allá por el empedrado de la Avenida Colón en los veranos del 70 cuando el niño rico, hastiado del campo de su tío, se escapaba en bicicleta a nuestra ciudad, y el niño pobre cruzaba bajo la sombra de los tilos subido a otra bicicleta hacia la opacidad de los cuarteles. El niño rico no llevaba canasto en su bicicleta. El niño pobre sí, y el canasto estaba cubierto por tres docenas de pasteles.

Si el azar los hubiera puesto enfrente –aunque tal vez ese incierto y borgeano encuentro existió y nunca supimos de él y ellos quizá jamás pudieron advertirlo-, lo más probable es que no se hubieran mirado, o que el niño pobre le hubiera dedicado un gesto de rencor y el niño rico una mueca de indiferencia. Porque en uno de esos veranos del 70 la vida los había puesto en los extremos, en la ecuación binaria que suele ser irreversible: muy pocas veces un niño rico llega a ser pobre y –mucho menos- un niño pobre llega a ser rico. Y aquí, como en cualquier lugar del mundo, esta categoría social resulta constitutiva de un vínculo. Para decirlo de otro modo, el niño pobre, que se llamaba Nicola y al que todavía nadie le había estampado el previsible apodo de Gringo, porque era un niño y nadie, aunque se esté ganando la vida vendiendo pasteles arriba de su bicicleta por los suburbios del pueblo, puede decirle Gringo a un chico. Para decirlo de otro modo, decíamos, no había ninguna posibilidad de que Nicola, el niño pobre, pudiera haber sido amigo del niño rico, Mauricio. Nunca podríamos haberlos visto desparramados en la vereda de una de esas mansiones de digna elegancia que aún se conserva sobre Colón, donde presumiblemente vivía la familia Blanco Villegas, y la mítica abuela de Mauricio –personaje legendario y fundamental para su propia vida-, jugando, ellos dos, por ejemplo, a la payana. Porque, como se ha dicho, no eran amigos, ni conocidos, ni siquiera tenían la menor idea uno del otro. Se dedicaban una completa ajenidad. Nicola, es cierto, podía fantasear que había otro mundo, completamente inalcanzable, al suyo. Su mundo era una casa modesta, un destierro precoz de aquella remota Sicilia familiar que signaría su destino de niño inmigrante, quien, para ganarse la vida y llevar unos pesos a la casa, vendía en la cuadra del Regimiento los prodigiosos pasteles que hacía su madre. Pedaleando sus ilusiones de almíbar con que soñaba –o imaginaba- un futuro mejor.

Pero lo del niño Mauricio, en ese conjetural verano de los 70, era de otro planeta para Nicola. Mauricio, como lo contó hace pocas semanas en la puerta del Hospital de Niños que lleva el nombre de su abuelo en virtud al gesto filantrópico de su tío, no toleraba la atmósfera bucólica del campo. La estancia próspera en la chata llanura bonaerense. Se aburría. Y en bicicleta disparaba para la ciudad. Para ese Tandil que lo veía llegar convertido en el “chico asfalto”, como dijo que lo habían apodado sus familiares en aquellos veranos donde Mauricio, pedaleando, se confundía entre los ya incipientes tilos de la Avenida Colón, o en las tertulias con sus amigos tandilenses de la temporada, habida cuenta que él, a diferencia de Nicola, vivía en Tandil durante la temporada estival. La provinciana felicidad del verano en un pueblo que acababa de inaugurar, gracias a la idea de un intendente militar de apellido Mazarol que construyó sin quererlo la más grande obra socialista imposible de imaginar en un coronel con retiro efectivo: los piletones municipales a donde iba a bañarse casi todo el pueblo, sumergido en las aguas de una gigantesca pileta que tardaba un mes en llenarse. Casi todos menos los miembros de las familias pudientes entre las que, desde ya, se encontraba el niño Mauricio.

Todo esto viene a cuento para decir las nulas chances que había para que el encuentro se hubiera producido hace cuarenta años, dado que vivían en galaxias lejanas aunque separadas, apenas, por unas cuadras de distancia. De la mansión señorial de la Avenida Colón hasta los sinuosos arrabales del regimiento. Aunque no resulta descabellado suponer que se hayan cruzado cada uno en su propia bicicleta. Y si lo hicieron, muy lejos estuvieron de imaginar que la vida puede ser un chiste, como decía Chaplin, o una indescifrable emboscada. El signo inteligible al que suelen darle el nombre de destino.

Porque el niño pobre una mañana pasó por la cantina de un club de barrio. Y el cantinero lo tentó en cambiar los pasteles por una actividad comercial desconocida. El mundo de los papelitos (que él nunca habría de utilizar en virtud a su formidable memoria). El cantinero, entonces, lo introdujo en los avatares de la quiniela clandestina. El universo de los números con que empezaría a construir su propia moral, a partir de un silogismo que supo enunciarle a este escriba la tarde que hablamos durante tres horas acerca de su vida: “Hasta para ser torcido tenés que ser derecho”, sentenció. Y prontamente, diríamos inmediatamente, Nicola tomó una determinación sin retorno: si se iba a convertir en un “puto quinielero”, como habría de calificarse ante este cronista algo así como 40 años después de aquel día, lo sería en calidad de patrón. Nada de trabajar para otro. El resto es historia conocida: como en todo lo que se propuso (cazar liebres, pescar, entre otras cosas), Nicola también se convirtió en el quinielero más exitoso de la comarca. A tal punto que amasó una fortuna, se transformó en un personaje público, apareció en las crónicas policiales debido a las 39 veces que debió pasar por la comisaría y en virtud a un hecho que en 1997 terminaría por alejarlo de la actividad: el crimen de un joven remisero por el cual uno de sus hijos fue señalado socialmente pero absuelto por la Justicia, y la tarde para él fundante que no se le permitió la entrada al Tandil Golf Club, desprecio que fue respondido a lo Parasuco, haciendo su propia cancha de golf. Así nació Valle Escondido donde Nicola se reveló como un muy buen jugador de golf, además de mutar de capitalista de juego a empresario.

Recién allí conoció al niño rico con el cual, aseguran, trabó una franca amistad, una relación cordial y fraterna. A tal punto que –se consigna el detalle exquisito pues conmovió de envidia a la excluida aristocracia lugareña sin prontuario de pasadora de quiniela clandestina-, Nicola resultó ser el único invitado de la comarca a la glamorosa fiesta de matrimonio de Mauricio con Juliana. Oficiada, como se recordará, en la estancia del tío Don Jorge, evento que podría haber determinado la tragedia del novio feliz si el bigote que se le fue por el esófago durante la bizarra imitación de Fredy Mercury no hubiera sido retirado cinco segundos antes del suspiro final. Esa noche Nicola Parasuco brindó con Mauricio Macri probablemente sin pensar en términos de pasado ni de futuro: las burbujas del champagne no lo llevaron al remoto ayer ni al incierto futuro. Ni al suyo ni al de su famoso amigo.

Lo cierto es que en la víspera se volvieron a encontrar. Sobre el césped diáfano del ex Valle Escondido, cada uno con  su palo de golf, con su pasado a cuestas, con su futuro en ciernes. Es probable que nunca haya podido imaginar Nicola Parasuco Fortunella que iba a estar jugando un partido de golf con el miembro de una de las familias más ricas de Argentina, quien está a veinte días de poder llegar a ser Presidente de la Nación. Cualquiera diría que el gran protagonista de la historia es el niño Mauricio, hoy convertido en la celebridad política del momento tras la elección del domingo pasado que pone en riesgo de terminar con un proyecto político del cual resulta su perfecta antítesis. Pero la novela desmesurada, el gran relato en clave de lo real imaginario, de los pasteles de una infancia de miseria a las pelotitas de golf de un complejo de elite jerarquizado más allá de las fronteras argentinas, la formidable pulsión de una vida tan novelesca como su propio personaje se la lleva Nicola Parasuco. El ex niño pobre que ayer jugó un partido de golf (y dicen que lo ganó) con el ¿próximo? presidente de los argentinos.

Fotografía: gentileza El Eco de Tandil

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