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Miradas: Propuesta de amor bajo la cruz del Monte Calvario

29/03/2013

Llegaron al pie de la imponente cruz del Monte Calvario bajo el calor de la velas, las oraciones y las voces de la banda de música que entonaba salmos y canciones. El cronista los vio acercarse de la mano, confundidos entre la multitud de participaba del Vía Crucis de la Familia. Él tenía un jean negro, camisa y zapatillas; ella sandalias bajas y un vestido azul y verde. El cronista, que nunca había realizado la cobertura periodística del acontecimiento religioso, quedó demudado cuando él la miró hacia el fondo oceánico de los ojos de ella, y le realizó la pregunta fatal.

Estaban allí, bajo la cruz, tal como exactamente alguna vez, en 1957, estuvieron Witold Gombrowicz y Juanillo Salceda. El escritor polaco discutiendo con el narrador y almacenero tandilense, el comunista más reputado del pago chico. Hablaban de los insondables misterios de la metafísica, del socialismo, de Sartre y Camus, de la ilustración universal, del sinsentido de la existencia (para Witoldo) y la revolución del proletariado para Juanillo. Hasta que una inscripción en la cruz que leyó Gombrowicz evaporó, con la concluyente convicción de la simpleza, las profundidades abismáticas de aquel diálogo memorable. La leyenda decía: “Quique ama a Delia”.

El cronista recordó aquel episodio que Gombrowicz contó en su Diario Argentino cuando atisbó a la pareja, ni joven ni vieja, llegar hasta la cruz de cemento del Gólgota serrano. Concluía el Vía Crucis de la Familia con una multitud de hombres y mujeres recorriendo las estaciones del martirio, cuando la pareja quedó clavada exactamente bajo el omnipresente crucifijo. Se hizo un largo silencio a dos voces; ambos miraron hacia arriba y vieron el cuerpo del Cristo doliente. Su rostro  entre el fulgor de las velas. Detrás de la cruz una banda de música de la Iglesia agotaba el repertorio de las canciones religiosas; cuatro voces bien afinadas pintaban la atmósfera espiritual del lugar. Una luna blanquecina y redonda parecía un foco huérfano en medio del crepúsculo.

Fue entonces que él volteó la cabeza y la miró a los ojos, la miró como si la estuviera tocando con la mirada, como si sus párpados pudieran acariciar el corazón. Ella se sobresaltó, quizá porque tuvo el presagio de que estaba a punto de escuchar algo inesperado, algo imposible de imaginar ahí, en esa noche de vísperas de Semana Santa, justo debajo de la cruz.

Y así fue.

Él se lo dijo de una sola forma. Tal como se dicen las cosas importantes de la vida. Sin papeles, sin borrador, sin discurso, sin retórica. Se lo preguntó con una sonrisa trémula, con el alma alborotada por esa súbita inspiración:

-Quizá no sea el momento ni el lugar pero te lo voy a decir de una vez y para siempre. ¿Te querés casar conmigo?

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